Lo diferente provoca extrañeza y enseguida, de manera inconsciente, surge la inercia de buscar un término para tratar de clasificarlo, de definirlo, de catalogarlo. El problema es que a veces no se encuentra el vocablo exacto. Y quizá tampoco importa, porque en realidad lo lógico sería más bien eludir clasificaciones, catalogaciones o listas, que tienen su lógica para el naturalista o el historiador y no para el creador cuando concibe su obra, y dejarse simplemente llevar a la hora de degustarla.

Y esta es, en cierto modo, la predisposición que hay que tener a la hora de visionar una propuesta tan arriesgada y original como Crumbs, primer largometraje de Miguel Llansó, en el sentido de que es un film atípico que rompe, o más bien trata de reescribir, los esquemas, los arquetipos e incluso los géneros, como en este caso el de la ciencia-ficción, para llevar a cabo un trabajo tan radical en sus premisas como estimulante en sus resultados. Porque Crumbs posee una trama salpicada con numerosos matices, detalles y lecturas, envuelta a su vez en una muy cuidada y atractiva imaginería visual que convierten la película en algo más que una clásica aventura futurista, poniendo al mismo tiempo de relieve que en el cine español hay muchas más propuestas y tan interesantes como las firmadas por los acostumbrados nombres de siempre, aunque aquellas, en su mayoría, transiten por circuitos más reducidos.

Crumbs posee todos estos atributos, pero pasados por el tamiz de un alma que posee espíritu de Free jazz, en el mismo sentido que cuando hablábamos en este suplemento sobre Sueñan los androides de Ion de Sosa, porque el film de Llansó, al igual que aquel, está impregnado por la vocación de explorar nuevos territorios narrativos, de dar una vuelta de tuerca a los estereotipos habituales tanto en el modo como en la forma, al que se suma un cuidado acabado formal, con la espléndida fotografía de Israel Seoane y los inquietantes pasajes sonoros de Atomizador, dando como resultado un producto original y atractivo. Aunque por otra parte sean inevitables los influjos de otros cineastas caso de Werner Herzog, del que su responsable se declara admirador, o haya reminiscencias a otros autores como Andrei Tarkovski, en especial de Stalker (1979). Al fin y al cabo, un creador no solo es su talento, sus ideas o sus sueños, sino que también acaba siendo una suerte de “producto” de todo lo que ve, lo que lee y lo que escucha.

Rodado en Etiopía, de poco más de una hora de duración y ambientado en un futuro apocalíptico, el film está protagonizado por un antihéroe, un chatarrero con una malformación física llamado Candy –a quien encarna el actor etíope Daniel Tadesse–, que vive con su amada en una destartalada bolera y quienes sueñan con abandonar el planeta. Porque Crumbs es una historia de amor y al mismo tiempo un relato de iniciación, cuando Candy emprende un viaje a pie. Un viaje en el que atravesará bellos parajes naturales, pero también paisajes inhóspitos y lugares poblados por edificios en ruinas y objetos desvencijados de la más diversa índole. Un itinerario en el que, sin tratar de desvelar más detalles, el protagonista se cruzará con enigmáticos seres de carne y hueso pero que desprenden un halo espectral.

 

Crumbs deviene en una sórdida fábula, una suerte de Mago de Oz postapocalíptico y a la vez en una corrosiva crítica sobre el consumismo y la globalización, en una parábola sobre la desorientación que estos han generado en el ser humano cuya existencia ha canalizado, y sigue canalizando, a través de esos imaginarios, de esos mitos creados por aquellos, en su mayoría superfluos, y de los que tan solo quedan unos pocos objetos físicos, los que de una forma metafórica todavía siguen condicionando la vida de los personajes del film. Un vinilo de Michael Jackson, un muñeco de plástico que representa a una de las tortugas Ninja, una espada galáctica de plástico típica de una tienda de todo a cien, un altar con la imagen fotográfica del jugador de baloncesto Michael Jordan o un traje de Superman. Pero también un itinerario plagado de seres con un cierto aire fantasmal, viejas figuras simbólicas pertenecientes a la tradición popular como un Papa Nöel demacrado que afirma que está harto y que decide abandonar su actividad al mismo tiempo que se pregunta «¿Qué ha pasado con los niños en este mundo terrible? Ya no existe respeto hacia Papa Noel». O el encuentro con un proyeccionista ciego que sigue exhibiendo en una sala de cine vacía una vieja película de Superman.

Porque, de alguna manera y en el fondo, cada uno de nosotros somos un Candy. Un Candy que acaba descubriendo que las cosas en las que creía, al final, en la realidad, no son tal como esperaba.