El lunes a las 9:30 de la mañana, en pleno asfalto madrileño, comenzaba una experiencia que acabaría pareciendo un sueño de verano. Desde Nuevos Ministerios partimos a bordo de unos Cupra Garage con destino al Puerto de Canencia, en plena Sierra Norte, para una escapada muy especial: una ruta de senderismo junto al artista Carlos Ares.
Tras 45 minutos de trayecto, el paisaje urbano quedó atrás y nos recibió un entorno de aire limpio y montañas verdes. Nos echamos crema solar –algunos más generosamente que otros, como demostraron después los hombros colorados– y comenzamos la caminata. Éramos unas 18 personas: un grupo heterogéneo formado por periodistas, miembros del equipo del artista, amigos cercanos y cuatro fans afortunados que habían ganado un sorteo para compartir esta jornada tan especial.
La ruta nos llevó en dirección al Mirador de la Chorrera. Entre charlas distendidas y risas, el camino nos regaló escenas casi bucólicas: cruzamos un arroyo sobre troncos improvisados, pisamos praderas encharcadas que nos empaparon los zapatos y nos topamos con un grupo de vacas que parecían observarnos con la misma curiosidad con la que nosotros las mirábamos a ellas. Aunque al llegar al puerto el termómetro marcaba 23 grados, el calor se fue haciendo notar a medida que avanzábamos, pero no lo suficiente como para empañar la magia del recorrido.
Al llegar al mirador, el paisaje se impuso con una fuerza serena. Rodeados de naturaleza, con el murmullo de un cuco como único sonido de fondo, nos sentamos en las piedras a disfrutar del momento. Fue allí donde Carlos Ares, con la tranquilidad que da el entorno, nos habló de su próximo proyecto: una pieza de música ambiental de unos 45 minutos, pensada para escucharse como una experiencia inmersiva. También nos confesó que Terrícola, uno de sus temas más íntimos, fue grabado precisamente en aquel entorno. Como si la naturaleza se hiciera cómplice, un par de buitres sobrevolaron nuestras cabezas, dejando que los viéramos lo justo como para recordar que estábamos en su territorio.
De regreso al punto de partida, nos esperaba un picnic digno de cualquier postal veraniega: ensalada de pasta, gazpacho frío, quesos variados y unos sandwiches que sabían a gloria después de la caminata. En un momento casi cinematográfico, Carlos sacó su guitarra y, mientras hacíamos la digestión bajo la sombra de los árboles, nos regaló versiones acústicas de Terrícola, Peregrino y Días de perros. La cercanía de su voz, la calidez de la madera de la guitarra y el murmullo del viento componían un cuadro perfecto.
Con las cartas aún sobre la mesa y las botellas de agua vacías, llegó la hora de volver. Los coches nos esperaban para devolvernos al punto de partida en Madrid, como si todo hubiera sido un paréntesis dentro del ritmo frenético de la ciudad.
La boca del lobo, el nuevo disco de Carlos Ares, no es solo un título potente: es también una declaración de intenciones. El artista lo define como un viaje introspectivo, íntimo y profundamente ligado a la naturaleza. "No grabo en estudios, la mayoría de las canciones la he grabado en casa de mis abuelos o en casa de mis padres" nos contaba mientras caminábamos entre pinos y respirábamos ese silencio que solo se encuentra lejos del asfalto. Las canciones, muchas de ellas nacidas o pensadas en entornos como el Puerto de Canencia, beben de ese contacto directo con lo salvaje y lo esencial. Y La boca del lobo parece ser justamente eso: una pérdida buscada, una inmersión sonora en los rincones más sinceros de uno mismo, con la naturaleza como cómplice y escenario.
Todavía hoy, con la marca del sol en los hombros como único testigo, uno duda si fue real o un espejismo feliz en mitad del calendario. Pero lo cierto es que, durante unas horas, la música y la naturaleza caminaron de la mano. Y nosotros tuvimos la suerte de estar allí para verlo.