Hace quince años iban en un Mégane viejo, con los beats en un pen, las camisetas del merchandising en el maletero y una botella de Brugal como única paga. Tocaban para treinta personas, dormían donde podían y soñaban con llenar salas okupas. Este sábado, Natos y Waor llenaron el Metropolitano. Sesenta mil personas. Un estadio por el que pasó Ed Sheeran la semana anterior y por el que pasará AC/DC en unas semanas. Pero esta vez era rap. Crudo. Orgulloso. Madrileño.

Subieron al escenario a las 21:00 horas con una puesta en escena que parecía más un atraco que un concierto: encapuchados, bengalas, un barco pirata de fondo. Y ellos dos al frente: Fernando y Gonzalo. De Aluche y Torrelodones. De barrio y de principios. Sin poses. La actitud de siempre, con los medios de ahora. Una fiesta colosal con alma de parque. Gente llegada del sur, del norte, del centro. La calle entera estaba allí. Y ellos también. Natos y Waor. Sin trampa, sin coros pregrabados. Rodeados de encapuchados como salidos de un golpe perfecto. Y lo era: un asalto al mainstream con el ADN del parque.

Sin pedir permiso. Con la misma ropa ancha, la misma mirada de sospecha, la misma chulería madrileña de siempre. Una victoria personal, sí. Pero también generacional. Porque lo de Natos y Waor no es solo música: es una forma de estar en el mundo. De no encajar, pero hacerlo igual. De ser la voz de una generación que creció sin promesas, sin herencias, sin futuro. La generación perdida. A la que nunca le pusieron un escenario y tuvo que construirse el suyo.

Arrancaron con Piratas. Una declaración de intenciones. No son artistas: son corsarios. Bandoleros como Tego, pero con acento castizo. Rapeo de micro y chándal. La primera parte fue un viaje a las raíces: rap crudo, sin maquillaje. Chulería de la que no se aprende: se nace con ella. Una celebración de la patria verdadera: los hermanos que se hacen por el camino, el banco del parque, la acera. Nada de banderas ni discursos vacíos.

El repertorio fue un repaso intenso a sus quince años de trayectoria condensados en tres horas de concierto. En el primer bloque, el rap puro de sus inicios. En el segundo, el regreso de Hijos de la Ruina junto a Recycled J, donde soltaron la gran noticia: en 2026 lanzan el Vol. IV y harán gira por diez ciudades. En el tercero, se coló un quinteto de cuerda, una banda de rock y más invitados: Fernando Costa, Naiara, Delaossa, Hoke, Denom, Peke, Zatu y SFDK. Casi nada. Sospechosos habituales.

El cierre fue el que debía ser: Bicho raro, Cicatrices y Es como la cocaína. La trilogía perfecta para clausurar un capítulo de quince años. Y dejar claro que esto no se ha acabado. Que el parque sigue vivo. Y que si el rap ha conquistado un estadio sin venderse, es porque hay una generación entera que no acepta que se le dé por perdida. Porque, al final, aprendieron a convertir las cicatrices en himnos.

Súmate a El Plural

Apoya nuestro trabajo. Navega sin publicidad. Entra a todos los contenidos.

hazte socio