L'haine (Juan Sáenz de Cabezón Aranoa, 1999) entra en La Riviera como una estrella que pisa el Maddison por primera vez. Concentrado. Serio. Sin distracciones. La mirada de alguien que se sabe observado. La sonrisa del que ha venido a liarla. Ya no es un rookie. Hace años que dejó de ser una gran promesa. No ha venido a probar. Ha venido a ganar. Y no está solo que esto más que Lebron en Cleveland es LeBron en Miami. El banquillo es de lujo: Juicy Bae, Mvrk, Diego 900, Natalia Lacunza, Bon Calso, Claudio Montana. Una alineación de estrellas. Una declaración de intenciones. Un base que juega (y hace jugar) y tiradores en las esquinas. Los Lakers del Showtime. Los Suns de Nash y D'Antoni. Los Kings de Jason Williams. Porque siempre lo más importante fue el cómo y no el qué.

Madrid es el escenario. El público, una afición entregada. Las entradas, agotadas desde hace semanas. El partido es grande. El momento, también. La Riviera vibra como un pabellón en el séptimo juego de unas Finales. Y en medio de todos, una estrella que brilla con luz propia. Un tipo en trance durante hora y media. L’haine, con el sello de Mecén a su espalda, no busca el triple desde mitad de cancha. Prefiere la jugada medida, la penetración silenciosa, el tiro libre bien lanzado. Tiene sangre fría. No grita, no se desborda. Y sin embargo, domina. Durant en el Rucker Park. Una experiencia onírica. ¿Por qué todos los jugones sonríen igual?

El ritmo es seductor, casi festivo. Pero las letras no lo son. Hablan de ansiedad, de ambición desbordada, de amor que asfixia, de no saber si todo esto tiene sentido. L'haine maquilla el colapso con estética como Iverson o Ja Morant: trap pulido, tintes de R&B canadiense, referencias a la calle y al cine. Pero nunca lo niega. El dolor está ahí. La duda también. Esa es la base de su juego: driblar entre géneros, fintar con melodías suaves, y atacar con versos filosos. Sabe cuándo pivotar, cuándo acelerar y cuándo frenar en seco. Nunca pierde la esencia. No juega para agradar. Juega para ganar. Para que lo recuerden. Para que vuelvan. Tiene visión, físico, lectura de juego… Una suerte de Jokic de Logroño. 

Hay algo de magia en L'haine. En su música. En su forma de estar. Todo suena como si fuera la primera vez. Como besar a alguien nuevo. Una pasión sin filtros, sin cinismo. Cada canción suya parece escrita con la urgencia de alguien que está sintiendo algo por primera vez. L'haine no teme sonar vulnerable. Ni contradictorio. Puede hablar de hundirse y sonar como si estuviera volando. Hay sinceridad en cada grieta. No teme mezclar la herida con el deseo. El cariño con el rencor. Todo cabe. Nada sobra. Porque en su universo, el amor no es una canción alegre y el odio no suena a guerra. Porque en su universo, el amor duele y el odio también quiere.

L'haine no interpreta canciones: interpreta un estado. El de alguien que está cayendo. No canta desde la cima. Canta desde la caída. Pero una caída lúcida, elegante, medida. Como quien sabe que caer es inevitable, pero elige cómo hacerlo. Como quien se lanza desde el piso 50 repitiendo: “Hasta ahora, todo va bien”. Porque, como en el cine, como en el barrio, como en el juego, lo importante no es la caída. Es el aterrizaje.

Y esta vez, aterrizó en Madrid. Sin perder el equilibrio. Sin perder el estilo. Sin perder la esencia. Con un all-star al lado y el público de frente. Como los que saben que este no es el último partido. Es solo el primero de muchos. Y que el nombre de L'haine ya empieza a sonar en la liga de los grandes.

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