Resulta difícil pensar en alguna película de acción de la última década, sea su protagonista un ser ordinario o un superhéroe, que pueda superar, en tensión, esa que te agarra por las entrañas y por unos instantes te rapta, y suspende, el aliento, a ciertos pasajes de Bajo el viento oceánico (Errata naturae), de Rachel Carson (1907-1964). Puede que sólo sea comparable Skyfall (2012), de Sam Mendes (la diferencia que marca un gran, e inventivo, cineasta con respecto a quienes recurren al mismo impersonal patrón). La particularidad es que estos pasajes los protagonizan aves o peces y otras criaturas marinas. Vidas definidas por la constante amenaza de muerte. Una realidad que es una cadena alimentaria. Porque en el mar no se desperdicia nada. Uno muere y otro vive, al transmitirse en cadenas infinitas los preciosos elementos de la vida. Una realidad en la que cada décima de segundo alguna criatura devora a otra que acaba de devorar a otra criatura. Cuando vio al pescador acercarse por la playa, prefirió el refugio del agua a la huida y se lanzó al mar. Pero allí había una enorme corvina roja al acecho que atrapó y engulló el cangrejo en un abrir y cerrar de ojos. Ese mismo día, más tarde, unos tiburones atacaron a la corvina y lo que quedó de ella acabó arrojado en la playa por la marea. Las pulgas de arena, carroñeras de la costa, se arremolinaron sobre ella y la devoraron. Una realidad surcada por el temor constante que determina una vida vulnerable en estado permanente de alerta. Cuando el halcón gerifalte llegó a su nido, colgado en un risco que daba al norte, hacia el mar, y dio de comer a sus pichones, el primer pollo de correlimos estaba ya fuera de su cascarón y otros dos huevos se habían agrietado. Por primera vez, un miedo pertinaz se instaló en el corazón de Plateada, el miedo a todo lo salvaje, el miedo por la seguridad de sus crías indefensas. Con los sentidos intensificados, percibía la vida de la tundra: el oído aguzado para recibir los gritos de los págalos hostigando a las aves costeras en las llanuras de marea; la vista afilada para detectar el parpadeo blanco de las alas de un halcón gerifalte

Los hechos, la amenaza de la vida, y las reglas, cómo sobrevivir lo más posible. Cada instante es un abismo a superar. Los hechos, los ciclos de la vida, las herencias biológicas, los impulsos que constituyen el trayecto de una vida en la observación de unos rituales elementales, los rituales relacionados con el acto de generar vida, para el que no hay distancia que se interponga, por eso se definen, en tantas especies, por los cientos o miles de kilómetros que deben recorrer hasta esa zona establecida, en sus genes, para aparearse y dar a a luz. Como si esa distancia a superar fuera metáfora de una vida definida por la dificultad de la supervivencia, por la incógnita de cuánto tiempo pasará antes de que sea devorada por otra criatura hambrienta, abatida por una circunstancia imprevista, que quizá sea alguna criatura caprichosa. Algunos quizá caerían por el camino. Algunos, viejos o enfermos, se apartarían de la caravana y se arrastrarían hasta algún lugar solitario para morir; otros serían víctimas de los cazadores, que desafiarían la ley por el capricho de detener en pleno vuelo una vida valiente y ardorosa; otros más, tal vez, caerían agotados al mar. Pero no había conciencia alguna del fracaso o desastre entre la multitud en movimiento que volaba entre dulces trinos a través de cielo septentrional. En ellos, ardía de nuevo, la fiebre de la migración, que consumía con sus fuegos los demás deseos y pasiones

Bajo el viento océanico (1941) fue la primera de tres obras centradas en la exploración del entorno marino. Posteriormente, serían publicadas El mar que nos rodea (1951) y The edge of the sea (1955). En la primera de las tres secciones de Bajo el viento oceánico se presta particular atención al desplazamiento de unas aves, los correlimos. En concreto, como hará con otras criaturas en el libro (anguila, caballa, águila...), una adquirirá un protagonismo emblemático. Un desplazamiento ritual a tierras árticas para poner sus huevos. Las direcciones son las mismas generación tras generación en las diferentes especies. No hacía falta que los padres se quedaran más tiempo en el ártico. El anidamiento había terminado, los huevos se habían incubado con dedicación; los pollos habían aprendido a buscar comida, a ocultarse de los enemigos, a conocer las reglas del juego de la vida y la muerte. Más tarde, cuando fueran lo bastante fuertes para emprender el viaje por la linea costera de dos continentes, los jóvenes irían tras los padres, a lo largo de un camino conocido por una memoria heredada. Mientras tanto, los adultos sentían la llamada del cálido sur, irían siguiendo el sol.

Aunque haya figuras que cobren, en las diferentes secciones, un protagonismo, con cuya vida, o con cuya suerte, el lector se adhiere como si fuera la propia, establece ocasiones variaciones de perspectiva, como quien abre ángulo, a la par que amplia el perfil de un conjunto interrelacionado, y permite a una figura secundaria ser protagonista en ciertos pasajes, sea un mero, un rape, las gambas, o en esta primera sección, un trepidante duelo entre una águila pescadora y un águila calva por un pez. En sólo un par de páginas deslumbra con su dominio de la tensión, como el cineasta que no descuida con su planificación la perspectiva de las dos águilas, pero tampoco la del pez que agoniza. Una minuciosa atención al detalle que caracteriza al libro en todas sus secciones. Y, a la vez, muestra del vibrante dinamismo de la narración.

carson opt

En su segunda sección nos hace partícipes, porque este es un aspecto crucial en el enfoque de este extraordinario libro, de la vida, o desplazamiento por el mar, de una caballa desde que es una hueva de tamaño infinitesimal, amenazada, en ese diminuto estadio, por los tentáculos de un cnetaforo, o algo más desarrollada, por calamares en el puerto, o un mero de gran tamaño que vive entre las rocas, sabio incluso en esquivar las redes de los pescadores. Su conclusión le confronta precisamente con estas, las mallas de red como única realidad firme en su mundo inestable, valga la ironía. Un pasaje en el que, precisamente, Carson establece otro de esos puntuales cambios de perspectiva, la de un pescador y, por tanto, la nuestra.

A veces pensaba en los peces cuando los contemplaba desde la cubierta o les echaba hielo en la bodega. ¿Qué habrían visto los ojos de las caballas? Cosas que él no vería nunca, lugares a los que jamás iría. Rara vez lo expresaba con palabras, pero le parecía incongruente que una criatura que había conseguido salir adelante en el mar, que había pasado tormentos por esa penumbra en la que no podían penetrar sus ojos, encontrara al final la muerte sobre la cubierta de un arrastrero de caballas, viscosa por las tripas de pescado y resbaladiza por las escamas. Pero, al fin y al cabo, él era pescador y casi nunca tenía tiempo de pensar en esas cosas.

Esas cosas. Al fin y al cabo, por mucho que se convirtiera en un fenómeno Buscando a Nemo (2003), de Andrew Stanton y Lee Unkrich, o se realizaran obras como Orca (1977), de Michael Anderson, que ofrecían una desazonadora consciencia de cómo sienten como nosotros, siguen siendo cosas. Cosas que nos comemos de modo habitual, cosas que se pescan a millares cada día, como si el mar fuera una fuente sin fondo. Carson busca que empatizemos con esas otras criaturas, como si fuéramos nosotros con otras apariencias, en otro entorno, aún más inestable e incierto. Nos invita a pensar en otras perspectivas, a ponernos en su piel, a ponernos en la piel de lo que solemos comer, o maltratar de modo directo, o indirecto, por nuestra inconsciencia, por cómo contaminamos los mares, por ejemplo con nuestro irresponsable uso del plástico, de sus desperdicios, como si el mar fuera un basurero sin fondo (o, aún peor, como si no fuera dañado). Quizá sea oportuno señalar la relevancia de Rachel Carson, bióloga, como conservacionista ambiental. Su obra Primavera silenciosa (1962), fue decisiva en la lucha contra la contaminación química, tanto que consiguió que se modificaran las leyes al respecto, aunque, en el proceso, sufriera amenazas de las empresas químicas, que buscaron su desacreditación, incluso, con tácticas ruines, como acusarla de que era comunista. Su labor fue decisiva para que se creara la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos. Carson fue una figura crucial en el intento de que comenzara a calar la consciencia de que la naturaleza somos nosotros, y estamos interconectados. Del mismo que en Orca nos hacían sentir el dolor y la desesperación de la orca macho por la muerte de su pareja y de su cría al ser la hembra arponeada y capturada, Carson remarca, de modo recurrente, cómo sienten terror cuando su vida peligra, porque esa es su vida cada día, casi cada instante. O cómo sienten dolor cuando sufren un ataque (entre otros, un pasaje sobrecogedor, el ataque de un rape a un eider). Ese cadáver que comemos fue un ser vivo que, en sus minutos o días de vida, sufrió temor o dolor.

La primera sección concluye con nacimiento que, es a la vez, reinicio de un trayecto, porque es la constante, generación tras generación. La segunda se inicia con un nacimiento, el de una caballa que llegó a la vida en forma de glóbulo diminuto, no mayor que una semilla de amapola, que vagaba a la deriva en los niveles superficiales de unas aguas de color verde claro. El glóbulo llevaba una gota de aceite ambarina que le servía para mantenerse a flote, y también llevaba una partícula gris de materia viva, tan pequeña que podía haberse cogido con la punta de una aguja, y seguimos su recorrido, también constante, generación tras generación, en la que no hay conclusión porque la particularidad circunstancial es cómo cada ejemplar sobrevive, o cuánto dura, según su fortuna, según sortea amenazas. La tercera sección parte del inicio de un recorrido, el de los miles de kilómetros que recorren las anguilas desde un estanque al pie de una montaña, recorriendo arroyos, ríos, estuarios y mar adentro, hasta esa misma zona en la que confluyen las anguilas de diferentes continentes o procedencias, para dar a luz sobre el abismo, un lugar donde los cambios se producen con lentitud. Metáfora para todas las criaturas, por eso, su recorrido se alterna con el de otras especies, como las truchas. Las especies, siempre, perseverantes, realizan su trayecto, un impulso biológico que es el impulso de vida, generar de nuevo vida, da igual las distancias que se recorran, y los obstáculos que se superen, sean redes de pescadores o criaturas hambrientas amenazantes. Su vida se suspende sobre el abismo, pero su propósito, constante, es volver a dar a luz.

Las hembras seguirían adelante, remontando los ríos contracorriente. Avanzarían con rapidez y por la noche, igual que sus madres habían bajado los ríos. Sus columnas kilométricas subirían ondulantes por los bajíos de ríos y arroyos; cada angula pegada a la cola de la precedente; el conjunto, una serpiente monstruosa. Ninguna dificultad ni obstáculo las desalentaría.