Con Asesino sin sueldo (1957) y Rinoceronte (1958), Eugene Ionesco (1909 – 1994) inauguró una nueva etapa en su teatro. Una etapa en la que levó anclas del Teatro del Absurdo, del que se le considera padre fundador, para abrazar causas sociales. Conservaría rasgos típicos de las piezas que había escrito hasta entonces, como la explotación de lo grotesco, la denuncia de la incomunicación, la trama escasa, los juegos de lenguaje, el tono burlesco y el existencialismo. Pero renunciaba ahora al elevado grado experimentación por la que había apostado en su obra maestra, La cantante calva (1950), en la que redujo los diálogos a sonidos sin sentido en una ridiculización de los temas de conversación de la clase alta del momento. No obstante, no dimitió para siempre de ese surrealismo con el que había descosido los patrones clásicos del teatro, lo recuperó ya entrados los años sesenta en El rey se muere o La sed y el hambre, una vez que alcanzó reconocimiento más allá del círculo de intelectuales de su cuerda, como Breton, Buñuel, Adamov o Mircea Eliade. Fueron los únicos que lo valoraron bien en sus primeras décadas de carrera, cuando tuvo que enfrentarse a la incomprensión de críticos como el influyente Kenneth Tynan, que le lanzaba venenosos dardos desde las páginas de The Observer.

En este paréntesis de su trayectoria, quiso adaptarse a un lenguaje más llano, menos críptico, más asequible para el gran público que aquel con el que venía expresándose. Quería, así, ofrecer a los espectadores un análisis comprensible y fresco del tiempo que vivían, vehiculado en sus obras. O más bien denunciar los males de la época. Lo consideraba un deber moral, mantra fundamental para los existencialistas. En el caso de Rinoceronte, presenta un análisis sociológico del ascenso del totalitarismo, con una parábola inspirada en la colaboración francesa con la ocupación nazi. Y no solo se trata de una de las mejores obras del autor, también una de las piezas cumbres del teatro del siglo XX.

Rinoceronte cuenta la historia de una pequeña población que ve alterada su monótona vida cotidiana por una ola de transformaciones de sus vecinos, que se convierten, física y mentalmente, en rinocerontes misántropos y coléricos, y que son una metáfora de las ideas totalitarias con las que transgierion muchos ciudadanos en la Francia de Vichy. Bérenger, el personaje principal, eje de la obra, elude contagiarse de esa rinocerontitis a base de sentido común, de mantenerse firme en su condición de ser racional. Ya había protagonizado Asesino sin sueldo, el texto previo de Ionesco, y el autor quiso reflejar en él algunos rasgos de su propio carácter. Se trata de un tipo desanimado con su vida, nostálgico, individualista, apático y bebedor, que, desde la humildad del sentido común, se aferra a sus principios frente a las corrientes de pensamiento imperantes. En Rinoceronte, tratará de evitar también, sin éxito, que sus amigos y vecinos pasen a engrosar la manada de los intimidatorios rinocerontes que poco a poco van tomando el control de la ciudad, de las instituciones y de los medios de comunicación, para imponer sus instintos y su falta de raciocinio. No conseguirá más que frustrarse por lo difícil que le resulta la comunicación humana, y se quedará aislado y amenazado, vigilando su propio comportamiento, temoroso de flaquear y desviarse a la manada, atraído por su fuerza y su convicción.

Esta pertinentísima lectura sociológica de la expansión del totalitarismo, que Ionesco escribió bajo la influencia de La Metamorfosis de Kafka y poco después de que Albert Camus publicara La Peste (una narración a cuya idea se asemeja muchísimo), no ha hecho sino ganar adeptos durante décadas. Politólogos como Juan José Linz la han apoyado, estableciendo que los sistemas políticos pueden imponerse de forma violenta, ya sea "desde arriba", desde las instituciones, o "desde abajo", o calar poco a poco con la aquiescencia de los ciudadanos, como le ocurre a la rana que no escapa del agua hirviendo si la van calentando poco a poco una vez que está sumergida, sin que percate de la subida de temperatura. Por otro lado, en los años 70, Elizabeth Noelle Neuman bautizó como “Espiral del Silencio” ese miedo al rechazo social derivado de llevar la contraria a la corriente dominante en la opinión pública, algo que también se aborda en Rinoceronte. Los totalitarismos persisten actualmente, también la condescendencia y la ambigüedad ante ellos, y también la espiral del silencio. Por tanto, el texto no ha envejecido. Además, como idea, ha influido en textos más o menos recientes, como Ensayo sobre la ceguera, de Saramago.

Ernesto Caballero nos presenta ahora, en el Teatro María Guerrero de Madrid, una gran producción que versiona este clásico francés de manera realmente memorable. Está a la altura de los mejores montajes de este dramaturgo que despuntó en la Movida Madrileña, cuya gestión al frente del Centro Dramático Nacional (ostenta el cargo desde 2012) es de Sobresaliente, con iniciativas como el Laboratorio Rivas Cherif o La Escuela del Espectador, pero que en algunos de los últimos montajes personales, como Montenegro, había bajado su nivel. En Rinoceronte, sabe empaparse y empaparnos del ambiente onírico y fantástico de Ionesco, y capear y organizar con buen ritmo los diferentes ambientes que atraviesa la acción en una hábil gradación al horror. Así, comenzamos en una localización abierta, una plaza colorida, cómica y bucólica donde los vecinos pasan el domingo y charlan de un establecimiento a otro, en una escena cuatripartita en la que queda clara la influencia que Shakespeare y Beckett ejercieron en Ionesco. Después, nos vamos trasladando a oficinas y cuartos más estrechos, con una iluminación más dura y colores tristes, respirando un clima cada vez más opresor, que provocan los amenazantes rinocerontes que vigilan desde el exterior. Caballero rompe el espacio escénico y dispone  la acción también en el patio de butacas, sumergiendo así al espectador en la acción e incrementando la tensión cuando es necesario. Evoca muy bien, con su escenografía y dramaturgia, las influencias que tienen las piezas de Ionesco: el guiñol, muy claro, en esta pieza, en la relación entre el intelectual y el anciano, o el circo y el cabaret, cuyo ambiente sugiere el director, de manera especialmente destacable, en la dinámica y sorprendente escena de arranque, en varios de los vestuarios y en detalles como muñecos o figuras. La envolvente pero discreta música también es un gran logro que ayuda a sumergirnos en el ambiente.

Entre los actores, sobresalen un arrollador Fernando Cayo, cuya escena de metamorfosis es absolutamente redonda, y Pepe Viyuela, que interpreta a Bérenger desmarcándose del registro que lo ha hecho tan popular, sin perder la vis cómica e irónica tan necesaria en todo personaje de Ionesco. El resto del amplio elenco, entre los que se encuentran la popular actriz argentina Fernanda Orazi, o Janfri Topera, divertidísimo en su escena de sindicalista, también es muy valioso, y se aprecia muy bien dirigido, capaz de crear el estupendo fresco de estereotipos y caricaturas con los que Ionesco nos representó todos los sectores de la sociedad, que caen en la seducción de los rinocerontes: el obrero, el tendero, la ricachona, el viejo verde, la secretaria o el extravagante intelectual que es muy lógico pero poco práctico, cuya disparatada alocución sobre la fauna que los invade, Caballero ha transformado, en un alarde de ingenio, en rap.

En definitiva, la versión que nos ofrece Ernesto Caballero de Rinoceronte es una excelente oportunidad de revisar este clásico, que constituye toda una lección sobre libertad de pensamiento y vacuna contra totalitarismos. Se trata de una versión sorprendente en su espacio escénico, muy estética y con un estupendo elenco. Se detecta el oficio que atesora ya Caballero. Para no perdérsela.

Rinoceronte. Teatro María Guerrero de Madrid. Hasta el 8 de febrero. cdn.mcu.es