Mi amigo Conca advierte que se cae la máscara de virtud de tantos chef divinos y gurús de la salud, que dirigen nuestros gustos y apetitos, y nos emboban con un mundo nuevo de sensaciones haciéndonos sentir impuros si no incorporamos sus recomendaciones a nuestra vida diaria.

La comida, según su apasionado razonamiento, se apropia del hueco dejado por la religión. Demasiadas personas se comportan como miembros de una secta y defienden la trascendencia de prácticas tan extremas como la paleodieta, el veganismo o la muerte de los hidratos. Se manifiestan como “los canallas curas evangelizadores en la Sudamérica del siglo XVI”. Son gentes que nos ponen nerviosos cuando braman contra el azúcar o la sal “porque son el mal, el demonio”. Y nos insultan llamándonos gordos, o nos amenazan de no gustarnos los berros.

Nuestro amigo Conca -hay que recalcarlo, un eterno soñador que ahora se siente importante pues ve que “se cumplen en la realidad” sus notas más delirantes- se desmorona de placer imaginando que pronto abrirá el balcón de su salón que mira al sur para que por él entre el dron que le traerá la comida fresca de la semana; y cómo dando un clic en la tecla verde del teléfono dispondrá de un coche de alquiler todos los lunes del año a la una y media del mediodía con el que acudirá al “ágape de los poetas”. Y también una web en inglés le sorprenderá todos los domingos con “comidas especiales”, almuerzos diferentes tan cerca de sus gustos, pues conoce a la perfección su blog, sus artículos y otras ocurrencias dispersas en su obra.

Conca sostiene que mientras centenares de cocineros ingenuos y engreídos nos tenían entretenidos con tanto “sahumerio de sensaciones”, las grandes empresas del futuro encañonaban a las grandes del pasado que aún nos acompañan en el presente. “Os rendís o vamos a la guerra”, les han comunicado. Y lo primero que se les ha ocurrido a los que aún se creen emporios de la alimentación y su venta es acudir a los gobiernos para denunciar a los que se adueñan del futuro, pues compiten con ellos disponiendo de grandes ventajas. Argumentan -marcando bien sonoro el puño sobre la mesa ministerial- que las empresas del futuro resuelven con varias legiones de furgonetas y miles de paracaidistas lo que a ellas le supone mantener millares de tiendas abiertas y centenares de miles de empleados dispuestos; construir marca y pagar impuestos.

El fenómeno Uber o Airbnb, que tritura a las agencias de viajes, margina a los hoteles y desquicia al taxista, por ejemplo, también llega a lo bestia al sector del comercio y la gran distribución. El futuro ya está preparado para intervenir a lo grande, lleva años ejercitando el músculo y observa cómo cambia el mundo en favor de sus habilidades e intereses.

Ahora ya solo tiene que poner a punto las naves siderales donde almacena la  ingesta de España (nuestro país es una paramera inmensa y baratísima) y dar las órdenes precisas a legiones de autónomos con tanta hambre como furgonetas baratas y ligeras. Los drones con los que sueña Conca vendrán después, cuando los grandes despachos de lobbies hayan rematado su trabajo al convencer a gobiernos y parlamentos de la bondad y grandeza de su empeño: todo más barato, todo asquerosamente a tiempo.

El comercio electrónico crece una barbaridad. “Cuidado con abrir tiendas”, advierte Conca, y más aún supermercados y no digamos hipermercados. “Eso será su ruina”. “Fijémonos en El Corte Inglés que creímos imbatible: ¿qué puede hacer ahora con tanto centro comercial?” La digitalización y el big data achican los espacios de producción y venta que es una brutalidad. A partir de ahora las cigüeñas traerán otra mercancía además del tierno bebé.