Existe una época del año -diciembre- en la que el español urbano, y no sólo él, se da a  la comilona con la misma pasión que el sevillano se riega de Cruzcampo así que alumbra mayo. Ya hemos entrado en el tiempo de los vinitos de empresa, sus cócteles, comidas o cenas; en concertaciones de amigos, socios, vecinos y clubs, o con ex de cualquier pasado (colegio, universidad...); para la celebración de fabadas en los días fríos, las setas que trajo Bradomin de Soria o el cordero que nos llegó de los Pedroches.

En algún momento llegué a pensar que la crisis económica, que aplastó a la mayoría, acabaría por podar no pocas ramas de tantos excesos. Pero no. Al igual que el agua siempre vuelve al cauce, las empancinadas y francachelas selladas en el ADN de nuestras costumbres reaparecen, rudas y persistentes, preñadas de genes enardecidos tras un largo tiempo de ayuno.

Porque la crisis, cual tabla rasera, tumbó otro de los grandes excesos de los largos años de crecimiento económico: los regalos de empresa. Ese salón lleno de jamones, cajas de vino, cuadros, cristales de Murano, lozas inglesas y hasta marfiles pulidísimos en la casa del Director General se ha acabado (o solo se llena un rincón). Y aquel que siga perpetrando el vicio de la acumulación de dádivas, se le considera un trincón, un corrupto que, si no es demasiado tonto y logra vencer la vanidad, podrá llegar a pensar que en algún momento algún anónimo colgará la foto de sus avaricias en la red. El regalo exagerado y el diminuto que exceda del coste de una postal ya no suele llegar a su destinatario, también en la empresa privada. Son pocos los que insisten. El favor (o la coima) llega por otros vericuetos.

En las barriadas de esta suerte de vanidades han cerrado innumerables tiendas de los caprichos, o se han reconvertido. Como se ha reducido a la mínima expresión la oferta artesana y la creación artística de los plásticos sobre todo. La crisis también tumba a los pintores;  viven enterrados entre montañas de óleos y bastidores como viejos chamarileros del color, la línea y la poesía que aparece al rozarse.

Pero los bares, gastro-bares, restaurantes y mercados adaptados para el tapeo y el deambular, se extienden como adelfas mimadas por el sol y el agua. Siempre hay bulla en las barras y orondas agendas (o coloridas pantallas de ordenador) donde se amontonan las reservas. Ahora el problema es encontrar el lugar que apetece, no el plato que buscas o la comodidad deseada. Tampoco se es tan exigente con la factura. Casi todo importa menos porque lo relevante es el beso, el abrazo y que te digan que guapo/a estás; el vestido que destaca, el bolso raro y las gafas con que se atrevió él.

Definitivamente, España está encajada en los raíles del consumo occidental y capitalista. Al igual que el norteamericano estalla bebiendo y papeando en los zocos instalados junto a los campos de béisbol, e inventó el jardín pequeño junto a la casa para realizar la barbacoa más grasa y cervecera del mundo, el español destina todos los bajos de los edificios de sus ciudades (y progresivamente las terrazas disponibles dado el cambio climático) para disfrutar de la algarabía, la fiesta y el puchero.

En este tiempo, el camarero termina amargado y el restaurador bellaco saca de la despensa y el frigorífico aquello que nunca vendió. “El cordero no es cordero, es de Irlanda”, revela el cocinero paleto del asador castellano, y la cerveza de grifo es toda la misma con independencia de la marca que corone el grifo. Las cocinas se cierran a cal y canto para no dar pista alguna del olor a infierno que producen, y ocasiones hubo en las que el bacalao mutó en conejo con el eufórico aplauso del cliente tangado.

Y para que el jaleo consumista no se detenga, grandes empresas, administraciones y hasta la seguridad social adelantan las pagas extraordinarias una barbaridad. ¡Viva la abundancia!