Cuando, en un enésimo remedo del universo kafkiano, el proceso de transición nacional emprendido hace ya cerca de seis años por el secesionismo catalán va hacia una especie de metamorfosis, parece que el simbolismo se impone en la política catalana. Sucede, por poner únicamente unos pocos ejemplos, cuando se insiste una y otra vez con el uso y abuso de la expresión “presos políticos” para referirse a los políticos independentistas encarcelados -aunque una entidad de tan reconocido prestigio internacional como Amnistía Internacional les haya negado repetidamente esta condición- o, en un despropósito todavía mayor, se califica como “exilio” lo que simplemente es una muy confortable y plácida residencia en Bruselas de unos políticos catalanes huidos de la justicia española.

Se impone tanto el simbolismo que se habla una y otra vez de algo tan etéreo e insostenible como una hipotética “Presidencia de la Generalitat en el exilio”, simbólica o efectiva, cuando todos saben que solo se trata, una vez más, de marear la perdiz, de seguir con una ensoñación irrealizable o impracticable. Tan irrealizable o impracticable como una más o menos simbólica “investidura presidencial telemática”, o incluso con un no menos simbólico “Gobierno de la Generalitat por vía telemática”. Hasta tal punto son todos conscientes de lo irreal de estas propuestas que son incesantes los viajes a Bruselas de un número creciente de políticos independentistas para entrevistarse con el expresidente Carles Puigdemont y su reducido núcleo de incondicionales que llevan ya más de tres meses residiendo en la capital belga, evidenciando con ello la imposibilidad absoluta de mantener, ni tan siquiera de forma simbólica, un gobierno vía Skype.

Puestos a recurrir al simbolismo imperante, es ilustrativo que Puigdemont haya escogido como residencia un palacete situado en el municipio bruselense de Waterloo, apenas a veinte kilómetros de la capital. Porque Waterloo nos trae de inmediato el recuerdo de la última y definitiva derrota del emperador Napoleón, antesala de su rendición y renuncia, tras las cuales fue desterrado a la remota isla de Santa Elena, a cerca de dos mil kilómetros de distancia de las costas de Angola, en medio del océano Atlántico, donde falleció pocos años después.

¿Es Waterloo otro símbolo? ¿Es de algún modo un reconocimiento, por parte de Carles Puigdemont, del fracaso estrepitoso de una apuesta política que estaba ya de antemano condenada a la derrota? ¿Hasta dónde llegará su empeño en ligar el futuro inmediato del conjunto de la ciudadanía catalana a su único y exclusivo futuro personal?

Salvador Espriu, aquel gran poeta casi siempre muy mal leído e interpretado solo de forma instrumental y sectaria por gran parte del nacionalismo catalán, escribió en su “Pell de brau” unos versos que Puigdemont y los suyos deberían tener muy en cuenta siempre, y en especial ahora:

“A vegades és necessari i forçós

que un home mori per un poble,

però mai no ha de morir tot un poble

per un home sol:

recorda sempre això, Sepharad.

Fes que siguin segurs els ponts del diàleg

i mira de comprendre i estimar

les raons i les parles diverses dels teus fills.

Que la pluja caigui a poc a poc en els sembrats

i l’aire passi com una mà estesa

suau i molt benigna damunt els amples camps.

Que Sepharad visqui eternament

en l’ordre i en la pau, en el treball,

en la difícil i merescuda

llibertat”.

Un poema que el poeta barcelonés y catalán José Agustín Goytisolo tradujo así al castellano:

“A veces es necesario y forzoso

que un hombre muera por un pueblo,

pero jamás ha de morir todo un pueblo

por un hombre solo:

recuerda siempre esto, Sepharad.

Haz que sean seguros los puentes del diálogo

y trata de comprender y de estimar

las diversas razones y hablas de tus hijos.

Que la lluvia caiga poco a poco en los sembrados

y el aire pase como una mano extendida,

suave y muy benigna sobre los anchos campos.

Que Sepharad viva eternamente

en el orde y en la paz, en el trabajo,

en la difícil y merecida

libertad”.