Uno de los desafíos más apremiantes que enfrenta la humanidad es garantizar la alimentación adecuada para una población mundial en constante expansión (podría superar los 9 mil millones para 2050). Se necesita un replanteamiento profundo de nuestros sistemas alimentarios y patrones de consumo, para paliar la inminente escasez de recursos y el deterioro ambiental asociado. En este contexto, marcado por una visión plenamente antropocentrista, surgen también profundas dudas sobre el trato hacia los animales y el valor que damos a la vida.

Las grandes cadenas de distribución están ampliando sus líneas de productos veganos, dado el creciente interés en este tipo de dieta, como parte de un estilo de vida más consciente y comprometido con el bienestar animal y la sostenibilidad. Es un nicho de mercado que está dando lugar a lucrativas oportunidades de negocio, que muchos emprendedores están sabiendo aprovechar. Por algo están entrando también en este mercado las cadenas de comida rápida. Sin embargo, al mismo tiempo siguen proliferando las hamburgueserías, lo que, más allá de cuestiones morales o ecológicas, no es una noticia muy halagüeña para la salud humana.

De acuerdo con Maslow, la alimentación es una necesidad fisiológica y básica para el ser humano. Siendo algo tan fundamental, ¿por qué no dedicarle el tiempo y la atención que merece? Desde un punto de vista puramente objetivo, en la alimentación lo que importa son los nutrientes y no el alimento en sí o su origen. Una proteína con todos los aminoácidos esenciales de origen vegetal (por ejemplo, de garbanzos, soja, quinoa…) es igual de válida que cualquier proteína de origen animal. Pero, al decidir sobre su alimentación, el grueso de la población se centra en las propiedades organolépticas, como el sabor, el aroma y la textura, dejando en segundo plano la información nutricional, a pesar de los importantes avances que se están produciendo en la regulación del etiquetado. Las empresas productoras de alimentos plant-based son conscientes de ello y están logrando grandes mejoras e incluso se están acercando de un modo sorprendente al sabor y la textura de los tradicionales productos de origen animal. Esto es algo que se están perdiendo los consumidores carnívoros más obtusos y obstinados: aquellos que apartan la mirada de un producto en cuanto ven un sello “vegan”, “veggie”, “100% vegetal” o cualquier otro similar. Y eso que todavía apenas están llegando al consumidor otras alternativas que acabarán por llegar, resultado de concienzudos estudios (y cuantiosas inversiones), como los que se están llevando a cabo en torno al reino fungi (hongos) o la carne cultivada en laboratorio.

Hay quienes a menudo defienden con vehemencia el derecho a elegir su dieta y comer productos de procedencia animal, argumentando que es una cuestión de libertad personal. Sin embargo, esta libertad presenta dos matices cruciales. Primero, la elección de consumir animales ignora la libertad y el bienestar de otros seres vivos sintientes, cuyo sufrimiento es una consecuencia directa de las industrias cárnica y pesquera, a las cuales se apoya con cada acto de consumo de sus productos. Cada animal valora su vida y su libertad como cualquier humano valora las suyas, lo que convierte esto en una cuestión ética, especialmente al considerar que hoy en día existen alternativas plenamente adecuadas y satisfactorias para el ser humano. En segundo lugar, cabe cuestionar si esas personas están ejerciendo una libertad auténtica al optar por una dieta basada en carne de manera tan habitual, o si, en realidad, están sometidas a una cultura dominante impulsada por intereses capitalistas que han normalizado, mediante agresivas estrategias de marketing desde hace varias décadas, el consumo intensivo de ese tipo de productos.

Ahora bien, mientras el veganismo esté respaldado por una minoría social (actualmente veganos y vegetarianos suponen un 2,4% de la población española), seguirá siendo un tema impopular. Incluso algunos influencers con miles de seguidores, que realizan activismo vegano en redes sociales aportando información de calidad, como Carlota Bruna o Aitor Sánchez (Mi Dieta Cojea), tienen que soportar diariamente burlas e insultos. No obstante, las utilizan hábilmente para desmontar todas las leyendas urbanas que rodean al veganismo, apoyándose en sus conocimientos sobre dietética, nutrición y tecnología alimentaria. Entre los mitos más extendidos está la creencia de que una dieta basada en plantas es incompatible con el deporte y la fuerza física, cuando en realidad muchos atletas veganos demuestran que es completamente posible alcanzar altos niveles de rendimiento y musculatura con una alimentación vegana bien equilibrada. Hay infinidad de ejemplos, desde el físicoculturista Nimai Delgado hasta el tenista Novak Djokovic (el mejor de la historia en este deporte, en palabras de Rafa Nadal, y reciente campeón olímpico en París 2024).

También el actor Dani Rovira declaró en un podcast que “cuando dices que eres vegano la gente te ataca”. Y añade: “Manda cojones que sea yo, la persona que no participa de la explotación animal, quien tenga que dar explicaciones”. Ya lo dijo Albert Einstein: “Lo que es correcto no siempre es popular”. Apartarse de la cultura dominante, siempre ha constituido un gran reto para el ser humano. Así lo advierte la doctora María Martinón-Torres, paleoantropóloga especializada en evolución humana, en su obra Homo Imperfectus: “Como especie social nada puede haber más terrorífico que no ser admitido en una comunidad y, si pensamos en nuestros ancestros, la exclusión social podía significar sencillamente la muerte. ¿Cuánto podía durar un hombre enfrentado a su clan?”. Aplicado al presente, ¿qué vegano se atreve a hablar de veganismo en una cena de Navidad en familia o una comida de empresa (si es que asiste)? Más aún, ¿quién se atrevería a iniciar una campaña de desprestigio contra Joaquín Sabina por ser un orgulloso taurino o contra Carlos Alcaraz por ser imagen de la empresa líder en elaboración de cárnicos?

La comunidad vegana basa su postura ante todo en la empatía, pero no es precisamente eso lo que recibe de quienes no comparten su estilo de vida. Muchos consumidores de carne se expresan públicamente con la soberbia de quienes saben que pertenecen a un segmento muy mayoritario de la población (el 89% en España consume habitualmente; porcentaje en el que no se incluye a los llamados flexitarianos, que también consumen productos cárnicos ocasionalmente). Ciertamente, como señala Aitor Sánchez, si eres vegano es tu problema, tú lo has decidido, pero, ¿a cuento de qué es tan difícil encontrar platos 100% vegetales en los restaurantes (incluso en las ensaladas) teniendo en nuestro país una tradición gastronómica tan rica y variada (por ejemplo, guisos basados en legumbres, sazonados con tomate o pimentón) sin necesidad de adicionar productos animales? Probablemente es un problema de no saber usar más recursos para adaptar platos, lo que es imperdonable si además te dedicas a la cocina creativa.

El famoso chef madrileño David Muñoz, del restaurante Diverxo, considerado de los mejores del mundo, con un menú degustación en 450 euros, una decoración donde destacan unos cerdos voladores y una bienvenida en su web donde se desolla un conejo, publicó recientemente un vídeo en el que no solo exhibe con entusiasmo los cadáveres hinchados de jóvenes patos y pichones en un restaurante de China, sino que se graba durante la ingesta, mostrando un nivel de placer y una indiferencia ante el sufrimiento del animal (seguramente sometido a un cruel proceso de engorde rápido y forzado durante sus 28 días de existencia) que resultan cuanto menos obscenos. ¡Y qué innecesario todo ello! En mi modesta opinión, tienen mucho más mérito las maravillas culinarias que son capaces de crear otros chefs, que además de estrellas Michelín tienen conciencia ecológica, vegana e inclusiva, como Zineb Hattab.

Retomando el tema de la empatía, muchos sabrán que la organización de los Juegos Olímpicos pidió perdón por herir la sensibilidad de algunos grupos cristianos con su performance LGTBIQ+ de ‘La Última Cena’ (o la ‘Fiesta de los Dioses’ según otros) en la ceremonia de inauguración. Empatía y solidaridad que también hemos observado ante la lesión de Carolina Marín, el regreso de Simone Biles e incluso hacia los encargados de sostener paraguas. Muy pocos, en cambio, sabrán que la británica Charlotte Dujardin, tricampeona olímpica de doma, fue expulsada de los Juegos por maltrato animal (concretamente por un vídeo en el que golpeaba a un caballo), siendo la hípica la única disciplina olímpica en la que se usan animales.

Precisamente el autor de ‘La Última Cena’, el genio universal Leonardo da Vinci, ya en su tiempo mostraba una sensibilidad especial hacia los animales. Se sabe que solía comprar aves enjauladas solo para liberarlas y que escribió: “Desde muy joven he aborrecido el uso de la carne, y llegará el día en que los hombres verán el asesinato de animales como ahora ven el asesinato de hombres”. No muy alejado de este pensamiento estaba el vegetarianismo pitagórico o el “ahimsa” de las filosofías orientales, a pesar de la enorme distancia temporal y geográfica entre estas culturas. Y es que, el ser humano, en lugar de buscar respuestas fuera de sí mismo, necesita explorar su interior para desarrollar una verdadera conciencia y compasión por otros seres. La empatía nace de las emociones, pero también de la razón. Prueba de ello es que en contextos históricos y culturales muy distintos, se ha llegado a conclusiones semejantes en respuesta a preguntas universales sobre la existencia, el sufrimiento o la moralidad: la simple observación del dolor en el mundo y el deseo de minimizar el daño a otros seres vivos son preocupaciones comunes a lo largo de la historia, que dieron lugar a principios éticos similares.

Uno de los comentarios despectivos que, lamentablemente, más se usan en redes sociales contra los musulmanes es referirse a ellos como “los que no comen jamón”. Para un vegano podría ser incluso un halago, pero la realidad es que en Marruecos se sacrifican entre siete y ocho millones de corderos cada año en la Fiesta del Sacrificio. Y si algún cristiano quisiera usar este dato para ahondar en su xenofobia, debería saber que cada año 46 millones de pavos son sacrificados en Estados Unidos por el Día de Acción de Gracias. Por otro lado, en algunas regiones de China se ha mantenido una práctica tradicional que repugna a la gente occidental, como es el consumo de carne de perro y anualmente se sacrifican unos 10 millones. Por no hablar de la matanza de focas en Canadá, de delfines en Japón o de ballenas en las danesas Islas Feroe. ¿Alguna de esas culturas es peor que la española en cuanto al trato a los animales? No lo creo. Especialmente porque en España, después de reformar el Código Civil para que las mascotas pasen a considerarse seres sintientes y no objetos, y después incluso de aprobar una ley de protección y bienestar animal, se permite que el maltrato esté presente en casi 17000 fiestas populares al año (financiadas con dinero público, principalmente de los ayuntamientos). No solo eso, sino que es el Estado europeo con más delfines en cautividad (frente a lo que lucha la joven Olivia Mandle con su campaña “No es país para delfines”); un país donde la caza se considera deporte y donde se permite la venta de cangrejos como cebos vivos empaquetados en plástico (Decathlon está siendo objeto de una campaña de denuncia por este motivo, promovida por la activista Amanda Romero). 

Es más, hay personas que se definen como animalistas pero solo empatizan con animales que viven en determinadas circunstancias (por ejemplo en cautividad) o con especies concretas, mientras consumen habitualmente animales procedentes de macrogranjas, donde son tratados como mera mercancía. A los cerdos (animales especialmente sensibles y con habilidades cognitivas comparables a las de los primates y los delfines) se les corta el rabo y los dientes sin anestesia cuando son muy pequeños, porque están hacinados sin apenas poder moverse durante toda su vida y pueden dañarse (y, por lo tanto, estropear lo que para estas empresas es materia prima). De hecho, aproximadamente el 20% de las crías de cerdo mueren de forma prematura (antes de ser sacrificadas) por las condiciones en las que viven. El pollo no solo es el animal más consumido en el mundo, sino que los pollitos machos, por su falta de utilidad económica en la industria del huevo, son sistemáticamente eliminados poco después de nacer, y para hacerlo de manera rápida se les arroja vivos a una máquina trituradora o aplastadora, destinándose en algunos casos a la producción de los populares nuggets de pollo, o pienso para alimentar a otros animales, o sencillamente son tratados como residuos que van a la basura o se les quema vivos. También podríamos describir cómo las vacas son preñadas artificialmente para tener un ternero, del que se les separa inmediatamente después del parto para sacrificarlo y aprovecharse de su leche. Luego, las vacas son preñadas de nuevo, y el ciclo se repite, lo que limita su vida útil a un promedio de 4 a 6 años, en comparación con los 15 a 20 años que podrían vivir en condiciones naturales. La lista de atrocidades infligidas por los humanos a los animales es interminable.

Es algo que está ocurriendo y que ofrece una imagen de una sociedad sumida en una disonancia cognitiva cuanto menos inquietante: ser capaz de emocionarte viendo un vídeo en el que se rescata a un gatito atrapado, pero que esa empatía no se extienda a otros animales que sufren diariamente en condiciones extremas para terminar en un plato. Seguramente muchos veganos se sentirán alineados con el filósofo Krishnamurti, quien sostenía que la transformación individual es esencial para resolver los problemas globales, y advertía: “No es saludable estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma”.

Discriminar a determinados animales otorgándoles menos valor o derechos en función de su especie (lo que se denomina “especismo”) debería resultar tan repugnante como la discriminación a determinadas personas en función de su “raza”, teniendo además en cuenta que esta no es sino otra construcción social y cultural, sin una base biológica sólida. ¿Quién sabe si no estaríamos haciendo lo mismo con otras especies humanas, como los neandertales o los denisovanos, que en la prehistoria convivieron y se mezclaron genéticamente con la nuestra (sapiens), si no se hubieran extinguido?

Hasta hace pocos años, en el contexto de mi labor docente, aún era posible organizar debates en el aula sobre la tauromaquia, dividiendo a los alumnos entre los que estaban a favor y en contra de mantener esta tradición en España. Actualmente ya no puedo plantear este debate, porque todos se declaran en contra. Y, aunque esta es una tendencia creciente, no deja de ser una postura valiente, porque implica decir con convicción: “No es mi cultura”. En definitiva, declararse antitaurino en un país donde todavía se blinda la tauromaquia como patrimonio cultural. Es por ello que ecologistas, animalistas y veganos constituyen hoy por hoy un movimiento contracultural cada vez más potente, que cuestiona y desafía numerosas prácticas de la cultura dominante (no olvidemos el papel que juegan en esto otras industrias como la textil y la cosmética, el transporte, etc.). Precisamente bajo ese lema, “No es mi cultura”, se está promoviendo una Iniciativa Legislativa Popular (ILP) mediante recogida de firmas, que pretende derogar la ley que protege en España esta actividad absolutamente anticuada y demencial, en la que se celebra la tortura de un toro. 

La verdadera libertad pasa por estar bien informado y desarrollar un criterio propio sobre las cosas. No se trata solo de elegir, sino de hacerlo con conocimiento y conciencia, basando las decisiones en hechos y no en creencias impuestas o influencias culturales. La libertad real implica cuestionar lo que nos rodea, buscar información diversa, analizarla de forma crítica y, sólo entonces, tomar decisiones que reflejen nuestras convicciones y valores auténticos, en lugar de seguir simplemente lo que dicta la norma o la tradición.

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