Nos cocemos al baño María en esta ola de calor, en esta resaca de soles que prometen fuego desde primera hora de la mañana. Y será peor. En un futuro muy cercano, padeceremos un calor asfixiante y claustrofóbico. España, por ejemplo, competirá en temperaturas con Irak, subirá el nivel del mar, nos volveremos anfibios y el puerto de Valencia será nuestra Atlántida autóctona, a donde correrá Iker Jiménez a grabar psicofonías de Platón, que fue, como se sabe, el inventor del mito de la Atlántida. Sobre sus aguas caminarán Ausiàs March con su melenita pánfila de trovador y algún que otro trasnochado de la ruta del bakalao puesto de speed y nostalgia hasta las cejas.

Se nos talibaniza el clima. Eso dicen los científicos. El calentamiento global existe, a pesar de los rebuznos negacionistas y los cacareos noveleros de Vox. Ahora bien, el holocausto medioambiental no obedece a causas naturales, esos berrinches climáticos que, de muy tarde en tarde, le dan al planeta. Lo ha provocado el bicho humano, al que, un poco a la ligera, elogió Pico della Mirandola, el publicista del humanismo, en el íncipit de su famosa Oratio de hominis dignitate: “¡Oh, Asclepio, qué gran milagro es el hombre!”.

Que ese ser presuntamente racional la ha liado lo demuestra el recentísimo y minucioso informe de los expertos en cambio climático de la ONU. Lo atroz es que no se hará nada para impedir que todo se vaya al carajo (todavía más). Ni hay tiempo ni ganas. Ni la digitalización ni las renovables representan la solución, sino parte del mismo problema.

Por otra parte, nosotros, sospecho, tampoco mudaremos de costumbres ni renunciaremos a nuestros caprichitos anarcocapitalistas para salvar el planeta. Vete tú a decirle a un señor, a una familia, a un grupo de amigos que no viajen a Nueva York, por ejemplo, a hacerse un selfi veraniego con la Estatua de la Libertad porque el avión contamina. Vete tú a disuadir a una furiosa manada de turistas en chancletas que no suban a ese crucero porque emponzoña lo que 12.000 coches.

Ya puede garzonear el ministro Garzón diciéndonos que comamos menos carne porque la ganadería intensiva contribuye al calentamiento global. O ya pueden predicar en el desierto algunos arquitectos con conciencia social y climática, que se seguirán construyendo monstruosas moles de edificios con escasa o nula eficiencia energética.

Ya pueden, en fin, venir los apóstoles del ecologismo a proponernos que mordisqueemos menos chocolate porque con ello estamos contribuyendo a que se extienda la malaria en Nigeria por la deforestación, causada en gran parte por la exportación de cacao y madera.

Ya puede Teresa Ribera meter en nómina a san Francisco de Asís para que haga un anuncio cantándole a la hermana agua, “muy útil y humilde y preciosa y casta”, que nosotros seguiremos renovando el armario y comprándonos camisetas y vaqueros, aunque los antiguos estén en buen uso, sin importarnos demasiado que para producir un kilo de algodón se necesiten unos 11.000 litros de agua. Para qué seguir. Quizá haya esperanza, como dijo Kafka, pero no para nosotros.