Tal día como hoy, hace ochenta y tres años, exactamente hace ochenta y tres años y cuatro días, el 18 de agosto de 1.936, moría fusilado Federico García Lorca, al lado de un olivo en una carretera que une dos pueblos de Granada, Víznar y Alfacar. Por orden de Millán Astray, el general franquista al que se atribuye la frase “muera la inteligencia”, es decir, a manos de los “patriotas” que habían llevado a cabo un golpe de Estado para acabar con el gobierno legítimo, surgido de las urnas, de la II República española; ese período de la historia española del que no hablan apenas en los libros escolares, ése período excepcional de nuestra historia reciente que algunos esconden y, cuando no, difaman, porque en realidad fue, desde muchos puntos de vista, el cortísimo período de tiempo en el que más progreso y más avance en todos los ámbitos ha habido jamás en España.

No murió sólo Lorca; junto a él asesinaron a dos anarquistas y a Dióscoro Galindo, maestro de Pulianas, defensor de la escuela popular y laica; un maestro humanista y muy solidario que, formado en la Institución Libre de Enseñanza, había participado activamente en las llamadas “misiones pedagógicas”, cuya pretensión era erradicar el analfabetismo en la población rural española, que era mucho y muy arraigado. Y eso, claro, era un pecado, un pecado mortal.

Cuando tenía 18 años y empecé la carrera de Filología tuve la suerte de conocer muy de cerca, a través de un familiar, a Tica Fernández Montesinos, la sobrina del poeta. Tuve contacto cercano con ella todo un año, y tuve la fortuna de que me contara los recuerdos que conservaba de su tío poeta: cómo le recitaba poemas, como “Luna, lunera”, cómo la sentaba en su regazo mientras le tocaba al piano de la casa de Fuentevaqueros y le cantaba canciones populares, canciones del pueblo, como “Doce cascabeles”. Son vivencias que posteriormente Tica ha recogido en su libro El sonido del agua en las acequias (Dauro, 2018). Incluso tuve el enorme privilegio de que me enseñara poemas inéditos del poeta, que se habían editado de manera clandestina y en edición muy limitada. 

Era todo un lujo que entonces yo no valoré en su justa medida. Yo era casi una niña, y aunque ya admiraba a Lorca y a su poesía, apenas podía evaluar ese pequeño episodio con la perspectiva que ahora tengo. Entonces no sabía mucho de historia, y , aunque me apasionaba la literatura, desconocía el valor inmenso de Lorca como poeta, como poeta y como ser humano. Si entonces hubiera sabido lo que ahora sé le habría molido a preguntas a su sobrina, y hubiera saboreado esos poemas inéditos, que entonces tuve el privilegio de leer a vuela pluma, con un interés y un amor infinitos.

Ochenta y tres años después de la muerte de García Lorca siguen sin aparecer sus restos. El impacto que su fusilamiento causó fuera de España provocó que cambiaran de lugar su cuerpo para que no fuera encontrado y no se avivara un suceso terrible que indignó al mundo entero. Y así sigue, como cientos de miles de españoles hacinados en fosas que se extienden por todo el territorio español, convertidos todos en símbolos de la vergüenza de ese país que los ignora y reniega de ellos. Como si nunca nada hubiera ocurrido y como si nunca esos cerca de ciento cincuenta mil muertos aún desaparecidos nunca hubieran existido; y quizás sea eso mayor vergüenza que la propia guerra civil y la propia dictadura.

Lo que se calla la primera generación la segunda lo lleva en el cuerpo, repite en su obra con frecuencia la escritora, psicoanalista e investigadora francesa  Françoise Dolto. Existe una memoria morfogenética, tanto personal como social y colectiva, que hereda el dolor del pasado si no se ha resuelto. Y España, por tanto, soporta en sus entrañas un inmenso dolor; y será siempre un país gravemente herido mientras no se mire de frente un pasado reciente terrible, sangriento y atroz. Porque, como afirmaba Carl Jung, uno de los padres de la psicología, hasta que lo inconsciente no se haga consciente el subconsciente seguirá dirigiendo nuestra vida y lo llamaremos destino. Tan importante como eso es mirar el pasado y mirar a la cara a la verdad.

Federico García Lorca, el poeta español más universal, a pesar de su muerte tan prematura, bien puede ser considerado un símbolo de ese pasado, un símbolo de tantas personas que fueron víctimas de la España más negra. Esa misma España negra que hizo que, dos días antes de su fusilamiento, Lorca fuera apresado por varios “patriotas”. Porque Lorca era republicano, defendía el conocimiento, la cultura y los derechos humanos. Y era homosexual. Un ser humano de una sensibilidad inmensa y exquisita, y lleno de luz, esa luz que la negrura quiso matar. Fue fusilado vilmente al grito de “maricón” por esos mismos que decían, y siguen diciendo, que son defensores a ultranza de los “valores”, de la “vida”, y de la “moral”. Le mataron, pero siempre vivirá, porque algunas personas están siempre muertas, aunque vivan, y otras personas viven siempre, aunque mueran.