En el imaginario colectivo perdurarán para siempre los saltitos esponjosos de Neil Armstrong sobre la superficie lunar. Casi medio siglo después de aquella paseata célebre, el ser humano ha vuelto a la Luna, aunque sigamos estando en Babia. En efecto, la sonda china Chang’e 4, donde quizá viajaba el alma taoísta de Chuang Tzu transformada en huevos de gusano de seda, acaba de posarse en la cara oculta del satélite que inspiró a Debussy una de sus más delicadas composiciones y al hombre lobo su histeria death metal cada mes. La luna vale para todo. Incluso se puede tomar a cucharadas o como cápsula cada dos horas, según advertía el poeta mexicano Jaime Sabines. “Pon una hoja tierna de la luna / debajo de tu almohada / y mirarás lo que quieras ver”. Quizá a buscar hojas de luna es a lo que han ido los chinos para envolver después los indescifrables rollitos de primavera. Vaya usted a saber. La luna y los chinos son muy misteriosos.

No menos misterioso, por otro lado, que el espacio sideral. Dicen que allí hay gases que permiten la propagación del sonido, pero el oído humano, ni siquiera el de un sioux hiperacúsico, lo percibe. Así que, en la práctica, no se oye nada. Un astronauta, por tanto, no podrá oír los gritos de otro. La verdad es que aquí abajo, o sea, en el planeta azul que minuciosamente estamos destruyendo, tampoco oímos nada. No oímos, por ejemplo, los lamentos indefinidos del parado indefinido, ni el sollozo de los niños que no tienen que comer (uno de cada tres niños en España pasa hambre de cinco tenedores), ni las quejas de los jóvenes que hilvanan uno tras otro contratos basura, ni las súplicas de la mujer que ruega a su pareja que hará lo que quiera, pero que, por favor, no la mate; ni, en fin, tampoco oímos el castellano pedregoso del nigeriano que nos ofrece un ejemplar apagado de La farola bajo el rótulo de dos mil vatios de El Corte Inglés.

 No oímos los lamentos indefinidos del parado indefinido, ni el sollozo de los niños que no tienen que comer, ni las súplicas de la mujer que ruega a su pareja que no la mate

En cambio, sí oiremos hablar a lo largo y ancho de este 2019 de Torra, Bolsonaro, Trump, Le Pen, Abascal y por ahí; de los emocionantes efectos del cambio climático; del yugo y las flechas que lleva bajo el hábito el prior del Valle de los Caídos, ese Anubis benedictino guardián de la momia de Franco. Oiremos hablar también de la desaceleración económica; de las elecciones europeas, municipales, autonómicas y hasta vecinales; de muertes, inmigración, guerras y violencia, eso que no falte; y hacia el solsticio del próximo invierno, volverá la quincena del colesterol consumista y navideño.

Nos hablarán de esto y más, pero será pura cháchara de los medios de comunicación que cotizan en el Ibex 35. Lo importante, ya digo, continuará esquivándose. Por eso, yo he adquirido la costumbre de suprimir el volumen a la televisión cuando emiten los telediarios. Mientras los políticos farfullan sus neurosis, pongo a Bach, de cuya música Cioran dijo que era la única razón para pensar que el universo no es un desastre total. Estaba en lo cierto el filósofo rumano. En ese silencio interior que se crea mientras en la pantalla los políticos mueven palabras mudas, es posible oír la música de las esferas y viajar con el espíritu taoísta de Chuang Tzu en la sonda Chang’e 4 a la cara oculta de la luna, allí donde no se oye el cotorreo de los políticos ni la aplicada caja registradora del Ibex 35.