Kropotkin fue el Buda ruso del siglo XIX. Y no porque, como Siddhartha, se sentase bajo la higuera del nirvana a no hacer nada, que es la única manera de llegar a ser algo, sino porque ambos fueron dos niños pijos. Kropotkin, aristócrata. Siddhartha, príncipe. Como se sabe, el futuro Buda vivía aislado del mundo en el palacio paterno, hasta que un día se escapó a la realidad y descubrió el dolor, la vejez, la enfermedad, la muerte. Y no solo quiso comprenderlos, sino trascenderlos. Para lo cual hibernó bajo la famosa higuera, esa especie de catedral vegetal a la que hoy peregrinan los turistas con sus bermudas y los flashes cotillas de sus móviles. Al abrir los párpados, Siddhartha Gautama era otro. Estaba iluminado. Y quiso que la humanidad también se liberara del sufrimiento. De manera que nos mostró qué no somos —Buda es el primer psicoanalista de la historia— y nos enseñó a ser felizmente nadie en nada. Muchos siglos después, Hermann Hesse le escribiría una buena novela.

Piotr Kropotkin, por su parte, parece un personaje borgiano. Como Buda, él también se cayó de su guindo elitista. Fue un señorito que traicionó su clase y luchó a favor de la clase proletaria. Y uno de los padres del comunismo anarquista, que —sobra decirlo— no consiste en idolatrar petardos. Kropotkin gastaba calva, gafitas bonachonas y barbazas de daguerrotipo. Kropotkin tenía, en fin, aspecto de abuelo de cuento infantil incluso con veinte años. Fue un hombre muy culto. Te hablaba con igual soltura de Pitágoras que del asociacionismo de los pelícanos.

Geógrafo, economista, historiador, biólogo, filósofo y activista. De Kropotkin, me interesa su obra El apoyo mutuo. En ella, tras observar la naturaleza y estudiar las tribus siberianas, deduce que es la cooperación, y no la competencia, el principal motor de la evolución. Se oponía así a las tesis del biólogo T.H. Huxley —apodado “El bulldog de Darwin” y abuelo del célebre autor de Un mundo feliz—, que argumentaba, más o menos como los economistas ultraliberales de hoy, Rallo, Lacalle y demás cheerleaders de Milton Friedman, que en la naturaleza impera la ley del más fuerte. Algo que serviría para justificar el darwinismo social.

Esto es falso, por supuesto. La lucha de todos contra todos no se da salvajemente en la naturaleza ni se ha producido fatalistamente en las sociedades humanas, salvo cuando se crearon los primeros asentamientos neolíticos, se cultivó la tierra, hubo excedentes alimentarios y con todo ello y alguna desdicha más nació el concepto de propiedad privada. En efecto, durante milenios, lo único que existió fueron “sociedades fraternales” (Riane Eisler). Las encarnaron los grupos de cazadores-recolectores en los que, según las actuales investigaciones antropológicas, no se toleraba el acaparamiento de alimentos ni el comportamiento egoísta. De hecho, las mujeres consideraban la generosidad un rasgo sexualmente atractivo. De modo que, si querías legar tus genes a un pequeño llorón cavernícola, no te quedaba más remedio que compartir ese pernil de mamut que ocultabas en el fondo de la cueva. A este tema de la colaboración como ventaja evolutiva le consagra lúcidas y amenas páginas Christopher Ryan en Civilizados hasta la muerte (Ed. Capitán Swing).

Las células humanas tampoco compiten. De lo contrario, las del recién nacido jamás se desarrollarían lo suficiente para, el día de mañana, presidir un consejo de administración desde donde explotar las células de otros. Y es que, a despecho del protagonista de El lobo de Wall Street, el verdadero macho alfa, según prueban los estudios sobre los lobos, no es ese gilipollas manipulador, avariento, malhumorado y agresivo que se llama casi siempre jefe, ni tampoco el baldragas que se venga de sus complejos maltratando o asesinando a la mujer. Es al revés.

Pero nos han hackeado el cerebro, por decirlo con Harari, el autor del impresionante Sapiens (Ed. Debate), y aceptamos las cuchilladas competitivas de forma tan natural como el trabajo asalariado, esa perversión surgida a raíz de la acumulación primitiva del capital (véase el famoso capítulo que le dedica Marx en El capital). Muy resumidamente, los campesinos, para sobrevivir, se vieron obligados a trabajar para aquellos que les habían desposeído antes de sus medios de subsistencia. Y a esa enfermedad la llamamos progreso. Es cierto que el progreso nos ha dado la aspirina, pero a cambio nos ha traído más dolores de cabeza.

Otra voz que cuestiona el dogma caníbal de todos contra todos es la antropóloga norteamericana Anna L. Tsing, que llega a las mismas o parecidas conclusiones que Kropotkin sin hacer escala intelectual en el comunismo ni en el anarquismo (en realidad, creo que basta con tener ojitos en la cara, dos centímetros cuadrados de frente y unos cien gramos de decencia en el corazón, que a lo mejor no es casual que esté a la izquierda).

En La seta del fin del mundo (Ed. Capitán Swing, otra vez; y no, no me tiene en nómina la editorial), la autora nos propone, en estos tiempos de incertidumbre, precariedad y crisis medioambiental, que miremos no hacia adelante, sino hacia los lados. Pues tal vez en los márgenes encontremos una promesa de salvación. Ella la adivina en el matsutake. El matsutake no es el nombre de un grupo de pop coreano o la marca del champú camorrista que usaba Bruce Lee. Terroso y feo, el matsutake parece un sapo con ínfulas de conde vegetal. El matsutake es una seta. Una seta orgullosa y muy escasa que no se deja domesticar ni cultivar. De ahí su precio. Un paquete de ocho unidades puede pagarse a 600 dólares, a pesar de su equívoco olor, como “entre unos caramelos de canela y unos calcetines sucios”.

Pues bien, aparte del precio y de su aroma destartalado y lumpen, la singularidad del matsutake radica en que crece en bosques violados por el ser humano y en que sospecho que ha leído a Kropotkin. Porque el matsutake representa un buen ejemplo de ayuda mutua a fin de sobrevivir en condiciones hostiles, concretamente en las ruinas capitalistas, por expresarlo con el subtítulo de la obra de Tsing. La musa del matsutake es una variedad de pino. El hongo se alimenta del árbol a la vez que lo nutre. Sin esa colaboración, ambos morirían. “Este mutualismo transformador”, advierte la investigadora, “impide a los humanos cultivar matsutake”.

A lo largo de varios capítulos, la antropóloga nos lleva a buen trote por los pinares donde prospera el hongo, al tiempo que nos presenta a los recolectores —de Estados Unidos, sobre todo—, que envían la seta fresca a Japón, donde es un manjar arropado en helechos. Nos habla de personas que resisten tan al borde del sistema como el propio matsutake: inmigrantes asiáticos de variadas etnias y nacionalidades, muchos de ellos ilegales o refugiados; blancos norteamericanos sin trabajo estable y latinoamericanos que reparten sus esporas de supervivencia en mil erráticos empleos, a ver si, con suerte, arraigan en alguno. Todos ellos trabajan por su cuenta, “sin salarios ni prestaciones”. Precarios en un mundo cada día más precario en el que, reconoce Tsing, “puede que no haya un final feliz colectivo”.

Finalmente, y este es uno de sus muchos puntos fuertes, en La seta del fin del mundo se entretejen varios discursos: el micológico, el antropológico, el económico, el político, el social. Todas estas voces se suceden, se retrucan o se acompasan sin estridencias, y a ello contribuye la excelente traducción de Francisco J. Ramos. Sin embargo, a pesar de la originalidad del libro y de sus indudables virtudes, yo echo de menos un análisis a fondo de cómo podríamos salir de la precariedad, a la que la autora parece resignada. No es fácil, desde luego, encontrar soluciones ni concebir una supervivencia colaborativa en el marco de un sistema que censura sueños y ridiculiza utopías. Pero precisamente por eso la parte más interesante de la obra podría haber sido la que no está. Aun así, contra la doble tentación del nihilismo y la desesperanza, convendrá recordar que, tras el desastre de Hiroshima, el primer ser vivo que renació del espanto fue un matsutake, esa especie de sapo vegetal con ínfulas de conde.