El pasado 3 de junio un buen amigo escritor, Miguel Ruiz Montañez, sacaba a la luz una novela en la que alguien decapitaba una estatua del descubridor en una populosa capital estadounidense. Parecía un vaticinio pues, aún no se habían producido estos hechos en Boston, y también en  Richmond, Virginia, de estos últimos días. La sangre de Colón, que se llama el libro,  bajo la fórmula narrativa del thriller, hilvana una historia apasionante sobre un posible descendiente del personaje histórico y todas las controvertidas verdades sobre su pasado.  Esta novela, secuela de una anterior de enorme éxito con el título La Tumba de Colón, con muchas ediciones y traducciones a otros idiomas, ahonda en el legado del personaje y todos los misterios, verdades, mentiras, y realidades, sin esquivar la sangre indígena derramada. Escritor serio, de oficio, y  pertinaz en un mundo editorial cada vez más líquido, como en el resto de los ámbitos, Miguel Ruiz se coló con su libro en la lista de los diez más vendidos. Todo esto antes de que el movimiento antirracista Black Lives Matter, que reivindicaba una revisión al trato racista que ocasionó la muerte a George Floyd, y a otros muchos antes hiciera objetivo de sus protestas las efigies de Cristóbal Colón. De absoluta realidad, esta ficción, magníficamente escrita se ha adelantado a una polémica confusa, que pretende expiar el hoy en el ayer.

Si alguien tiene alguna duda sobre lo que pienso sobre la legitimidad del movimiento antirracista estadounidense, que se lea mi artículo anterior Un racista llamado Trump. Precisamente por eso, me parece inapropiado, peligroso e injusto buscar responsables en estatuas inertes de personajes de hace seis siglos cuando, el problema de la sociedad americana es un racismo institucional, sistemático y criminal en las instituciones y sus representantes, desde los más bajos escalafones que representan funcionarios y policía,  hasta el propio presidente que, a fuerza de ver el descalabro de su popularidad, empieza a suavizar posturas y declaraciones de lo que realmente siente y piensa.

Hasta donde sabemos, Cristóbal Colón no fue más que un navegante que, bajo el auspicio económico de la Corona española, en particular de la reina Isabel de Castilla, se atrevió a buscar una ruta hacia las Indias Orientales y se encontró con un nuevo continente. Valorar y hacer juicios de valor moral sobre los usos terribles de siglos atrás es un ejercicio de funambulismo histórico sin mucho sentido pues, en aquellos tiempos, las costumbres esclavistas y de conquista eran comunes a todas las coronas, inglesas, francesas, portuguesas, holandesas, etcétera y, mientras la reina Isabel la Católica, con todos sus defectos, tuvo la virtud de exigir que ella quería “súbditos y no esclavos”, otras coronas europeas sistematizaron la caza humana en África y América, el precio de las personas y el comercio en esclavitud de las mismas. Injusto objetivo de los juicios anacrónicos el pobre Colón, cuando, dentro de los padres fundadores de EEUU tienen importantes figuras que defendieron y ejercieron el dominio y la explotación de personas, la esclavitud y sus abusos, mucho más cercanas que el viajero colombino. Por este razonamiento, tal vez deberían volar parte del Monte Rushmore pues, alguno de los insignes presidentes allí esculpidos tuvieron esclavos, los explotaron y maltrataron, y se les rinde tributo heroico. Esa es la base del problema estadounidense. Una historia joven, hecha con apaños, como casi todas las construcciones nacionales, por otra parte, en la que sigue perviviendo el espíritu confederado, alma de Ku Klux Klan y del supremacismo blanco que ha aupado al poder a su actual presidente.

Lo fácil es culpabilizar a Cristóbal Colón, y a sus indefensas estatuas de males que no cometió, pues Colón no organizó el comercio ni la trata de esclavitud de los africanos cazados y llevados a América contra su voluntad para ser explotados. Tampoco quedan claras sus relaciones con los pueblos precolombinos, pues fueron otros los que se encargaron de adentrarse en el continente con mayor o menor violencia, según los usos y costumbres del siglo XV. Mitificar, por otra parte el buenismo de algunas culturas preexistentes también es un adanismo ingenuo: sabemos, por ejemplo, que algunas de las culturas precolombinas practicaron un expansionismo salvaje que exterminó, en algunos casos de forma ritual e incluso caníbal, a otros pueblos coexistentes. ¿Debemos entonces demoler las pirámides y ciudades aztecas por los crímenes que en la naturalidad de su cultura cometieron contra los olmecas o los mayas? ¿Volamos las pirámides egipcias por la mano de obra esclava que las levantaron? ¿Y las murallas y templos romanos? ¿Los destruimos también porque en gran medida fueron construidos sobre las ciudades sometidas  y con los esclavos de otras culturas? ¿Y las iglesias y las mezquitas, edificadas sobre las conquistas de templos grecolatinos, bizantinos, y unos sobre otros como en Córdoba o Estambul por poner ejemplos emblemáticos?

Hay saltos mortales anacrónicos y difíciles de dar. La cuestión es si EEUU quiere afrontar el peligroso racismo de hoy, del siglo XXI, con la ética y las leyes de hoy, y no con miradas a un retrovisor absurdo y vandálico que hace enemigos a personajes de otros contextos de siglos atrás en los que no regían los derechos humanos, como no regían los derechos de la mujer ni del colectivo LGTBI. Es tiempo de que los estadounidenses crezcan, como sociedad y como colectividad, como el resto del mundo, y asuman que sus problemas están aquí, y ahora, empezando por un presidente que dirige sus designios con un profundo desprecio por la naturaleza, la identidad y la cultura de afroamericanos, hispanoamericanos, asiáticoamericanos, y todos aquellos que no representen el ideal ario, fascista y excluyente del estrecho cerebro mononeuronal de Trump, y todos los que le sostienen. Si no es así, las estatuas de Colón pagarán inertes el precio de volver a meter los problemas debajo de los pedestales de las estatuas, y no resolverlos de verdad, como es necesario.