Las democracias mueren y morirán a manos de los integristas, que son los que se oponen a ultranza a cualquier cambio del sistema político o religioso que defienden, como los define la RAE. No conciben la negociación, sólo admiten la imposición de sus ideas o condiciones, y por eso recurren a la violencia para someter a sus enemigos: todos los que no piensan como ellos.

El principal problema de la humanidad en esta década es que los integristas tienen secuestradas a las religiones y a la política en la mayoría de los países. Las tres creencias monoteístas están abducidas por sus sectores más ultras. El Islam está atrapado por sus dos grandes corrientes (suníes y chiies) en los países con sectores más radicales, encabezados por Arabía Saudí e Irán. El judaísmo está en manos de los ultraortodoxos que se han apoderado del gobierno en Israel y han alimentado el integrismo islámico de Hamás con las consecuencias conocidas por todos.

En el cristianismo, los integristas evangélicos, imbuidos por las ideas de Donald Trump, han colonizado el Partido Republicano y exportan su modelo a todo el continente americano. Los cristianos ortodoxos, obedientes al patriarcado de Moscú, respaldan ciegamente el imperialismo de Putin y la invasión de Ucrania. En la Iglesia católica, el papa Francisco, es tildado de hereje por la mayor parte de la ultraderecha gobernante o aspirante a gobernar.

Todas las guerras actuales y las que están por venir están provocadas por fundamentalismos políticos o religiosos, o por ambos a la vez. Los integristas abominan del diálogo y del consenso porque su meta es el enfrentamiento permanente con el adversario, las batallas culturales e identitarias para imponer sus rígidos códigos morales a las mujeres, la comunidad LGTBI o a los que profesan otras religiones.

Los ultras están detrás de todos los conflictos en todos los sectores. Todos los ismos tienen su síndrome viral integrista que si no se aísla a tiempo deviene en violencia y destrucción de todo el tejido social y político. El fundamentalismo cabalga al galope por las redes sociales con el viento de cola de los algoritmos que exacerban la crispación y la polarización. Por si todo esto no fuera poco combustible para la confrontación, desde la pandemia el negacionismo de las vacunas se ha contagiado al calentamiento global, a la violencia machista, a las realidades más evidentes de nuestra vida cotidiana con el consiguiente deterioro de la salud mental individual y colectiva.

La deconstrucción de este negativo ecosistema en el que nos encontramos requiere de una desintermediación de la realidad virtual que nos han impuesto los gigantes tecnológicos. Tenemos que recuperar el mirarnos cara a cara, sin pantallas de por medio, el hablar con los demás de lo que nos une y nos desune y dejar de perder el tiempo en las redes sociales comentando los que nos cabrea del prójimo y dejando de compartir las muchas cosas positivas que cada persona aporta a su entorno.

Hay que atreverse a no seguir lo que es viral, lo que X (antes Twitter) dice que es tendencia, a los que nos roban el tiempo y la atención, nuestros bienes más preciados y personales, con el cuento de las supuestas ventajas de los avatares virtuales, las criptomonedas y el arte encriptado. En definitiva, mirar a nuestro alrededor sin filtros de ningún tipo.