Recuerdo con mucha claridad uno de los primeros dilemas que me hicieron empezar a cuestionar cosas que me contaban en la escuela y que, supuestamente, eran verdades irrefutables. Yo me crié, junto a mi familia, en un pueblo castellano, en una enorme casa en la que siempre tuvimos animales, caballos, perros y gatos, además de un erizo, un sapo que apareció un día de lluvia, y un largo etcétera. A todos nos gustaban los animales y, de algún modo, vivíamos felizmente rodeados de ellos. Desde muy niña yo me daba cuenta de que eran especies diferentes, pero no eran ni mejores ni peores que los humanos. Cada uno de mis gatos tenía su propia personalidad, sus debilidades, sus alegrías, su carácter específico y su manera de estar en el mundo. Y me entendían. No hablábamos el mismo idioma, pero nos comunicábamos e interactuábamos en base a esa mutua comprensión. Quien tenga animales me entenderá muy bien.

Por eso, cuando en la escuela me contaban, en clase de religión, que los hombres éramos “reyes de una creación” (antropocentrismo), y los animales y la naturaleza son sólo un regalo de dios para el hombre, para su uso y disfrute, que la naturaleza sirve para explotarla y los animales para alimentar y vestir al hombre, yo no salía de mi asombro. Me decían que los animales eran cosas, que no sienten, que no tienen derechos, que son seres inferiores. Aquello me chirriaba absolutamente. Los cosifican completamente. Los convierten en objetos inermes e inánimes. Yo sabía que todo eso no era verdad. Yo sabía ya muy bien que los animales son amorosos, son incondicionales, son inocentes; que tienen corazón, sensibilidad y sentimientos limpios y grandes, y que se merecen ser incluidos en cualquier código moral, porque son vida y porque sienten, lo cual ya aventaja a muchos individuos de nuestra especie.

Decía Voltaire que resulta sorprendente que los que dicen ocuparse de las cuestiones morales no digan nada en sus arengas contra el maltrato animal. Y decía Shopenhauer, un gran defensor de los animales, que la moral cristiana ha limitado sus prescripciones exclusivamente a los hombres y ha dejado al mundo animal sin derechos; “cualquier doctrina que no incluya a los animales en su código ético es una doctrina repugnante que habría que rechazar”, afirmaba el gran filósofo. Implacable era también el maravilloso Milan Kundera cuando escribió “ (…) más bien parece que el hombre inventó a Dios para convertir en sagrado su dominio sobre los animales, y así poder cosificarlos para convertirlos en negocio y en dinero”.

El tres de noviembre de 1957 una perrita callejera, a la que llamaron Laika, fue enviada al espacio, a bordo del satélite Sputnik 2, a orbitar la Tierra. Los científicos de la URRSS estaban indagando las repercusiones de ello en la vida humana, y se les ocurrió enviar a una perrita que no le importaba a nadie, a probar cómo se comportaba un ser vivo parecido a un humano en esa situación totalmente nueva. Laika murió seis horas después, de hipertermia, por el calentamiento del aparato, y del estrés inmenso que tuvo que soportar. Se acaban de cumplir sesenta y seis años de aquella atrocidad que es una muestra más, como tantísimas otras, del desprecio que dedicamos los humanos a los seres de otras especies, precisamente para poder hacer con ellos lo que nos plazca, como nos cuenta la dogmática cristiana.

Sesenta y seis años de un hecho atroz que se ha convertido en una metáfora, en un símbolo de esa insensibilidad tan espantosa que nos lleva a la especie humana a maltratar a los seres más inocentes, y a convertirles en las más grandes víctimas de la maldad humana, y a nosotros, a nuestra especie, a convertirnos en monstruos. El trato que les damos es claramente psicopático, falto absolutamente de empatía y de conciencia. Esa relación tiránica, abusiva y cruel es, como también dice Milan Kundera, el mayor pecado de la especie humana: “La verdadera y más profunda prueba de moralidad del ser humano radica en su relación con aquellos que están a su merced, los animales. Y es aquí donde se ha producido la debacle fundamental de los humanos, tan fundamental que de ella se derivan todas las demás debacles”.

El escritor francés Romain Roland, premio Nobel de Literatura en 1915, afirmaba en una de sus grandes reflexiones animalistas que “para aquellos cuya mente es libre, el sufrimiento de los animales resulta más intolerable que el sufrimiento humano. Porque (…) se admite que el daño que se les causa a las personas es maldad, y que la persona que lo provoca es malvada o criminal. Pero miles de animales son maltratados y asesinados cada día sin la menor sombra de remordimiento (…) Y ése es el crimen imperdonable que cometemos, que sólo consideramos el dolor humano, y nos convencemos de que sólo los humanos pueden sufrir. Esto clama venganza contra la especie humana. Si Dios existe y lo tolera, clama venganza contra Dios”.

Sirva esta reflexión, que ya sé que es una anacronía en un país que tiene por fiesta nacional la tortura hasta la muerte de un animal, como homenaje a esa perrita callejera, Laika, que, de algún modo, es el símbolo de los miles de millones de seres vivos que sufren, agonizan y mueren, por mandato divino, a manos humanas.

Coral Bravo es Doctora en Filología