La primera condición de un demócrata es ser antifascista. Y parecerlo. Porque al fascismo no se le discute, se le aísla como hacen la Asamblea Antifascista de Carabanchel con Hogar Social en Madrid y Merkel con el partido ultra AfD en Alemania. Claro que tal vez la cancillerísima lleve debajo de sus disciplinadas chaquetas un tatuaje con la foto del Che. A lo mejor es que Merkel es una bolivariana reprimida. ¿No estará pecando a espaldas del PP y de Vox?

Debería ir Rocío Monasterio a investigar el caso y, si fuera menester, llamarla amargada, como hizo con Mónica García en el debate de la SER o lo que fuera aquel sindiós, y a convertirla a la fe verdadera. Y hacerlo rápido y armada hasta los dientes con estadísticas tuneadas, con los catecismos ideológicos de Pío Moa —que ningún historiador riguroso toma en serio, dicho sea de paso—, con un crucifijo de Trento y con una almorzada de ajos exorcistas (preferentemente de Chinchón).

Sin embargo, en nuestra España, ese gran país que la derecha extrema y la extrema derecha degradan día sí y día también a la condición de Españeta por la que pasa un relente de odio y sacristía, algunos no lo tienen tan claro como Merkel —peligrosa bolivariana— y en su daltonismo mental no acaban de distinguir entre democracia y fascismo.

De ahí las ambigüedades de Ayuso y Monasterio, aplaudidas por sus bufones mediáticos, a la hora de condenar las amenazas de muerte a Iglesias y a otros políticos de izquierdas, entre ellos la ministra Reyes Maroto, a quien un votante de Vox le envió por correo una navaja de sangre y romancero gitano.

Las anfibologías de Ayuso y Monasterio, su decir esto y lo otro, su nadar y guardar la ropa, recuerdan a las declaraciones de Arzalluz cuando este se iba de excursión por los cerros de Úbeda —o por los helechos euskaldunes del monte Urgull— cada vez que le preguntaban si condenaba el nuevo atentado de ETA. Sí, bueno, pero, verá usted, es que el Estado español nos oprime hasta el punto de quitarnos nuestro txacoli y obligarnos a beber vino españolista de Valdepeñas, y eso es intolerable.

Y así un muerto tras otro. Los etarras disparaban las pistolas y Arzalluz las cargaba con su ambigüedad cómplice. Ahora ocurre algo similar. Ayuso es un Arzalluz de Chamberí. Ella dice condenar la violencia —así, en general, que es algo tan abstracto y poco comprometido como decir que se está a favor de que las grullas sigan teniendo dos patas—, pero en cambio insinúa razones para justificar que Iglesias reciba una carta con cuatro balas pendencieras. Y a abarraganarse después con Vox. Que hay que ganar en Madrid, aunque sea a costa de la democracia.

“Hasta aquí hemos llegado. O Vox o España”, vociferó de mentirijillas Casado en la moción de censura del partido ultra contra Pedro Sánchez, el octubre pasado. No contó con Ayuso en la farsa. Ayuso es el Mr. Hyde de Casado, para quien el santo Grial es instalarse en el centro político, un lugar utópico o imaginario que el PP solo saca a relucir en sus discursos. Porque un gran desprecio por el centro es lo que Ayuso está demostrando con el plácet del muy centrista Casado, hasta el punto de que ella ya plagia a Monasterio, esa arquitecta de la sonrisa del odio cuyo desdén incluye a la mismísima Cáritas.

Por su parte, sin más programa que la anorexia moral y la xenofobia, Vox es el inconsciente franquista del PP que ha aflorado a la superficie, la exacta reencarnación de lo que Umberto Eco llamó el fascismo eterno. Un partido para el cual el embuste, la burla de la democracia, las provocaciones y la manipulación no solo no son condenables, sino su única forma de concebir la política. Una vez más, lo evidenció el que Vox atribuyera a un ultraizquierdista la coz que recibió un guardia civil durante un mitin por la paz de Abascal. Pues bien, no tardó en descubrirse que el peligroso brigadista de Iglesias era en realidad un patriota de Vox que, como tantos de ellos, trata la democracia a patadas.

Por eso no se comprende, salvo apelando a la mala fe, la obsesión de algunos por igualar a Vox con Podemos, cuando se parecen entre sí como un vals y un reguetón. Ni tampoco se explican el blanqueamiento mediático de la ultraderecha ni el escandaloso ninguneo a Podemos en los espacios informativos. O tal vez sí. A lo mejor es que todo vale con tal de que el 4-M vuelvan a ganar los mismos. La táctica ya se probó con éxito en el Chile de Allende, en Nicaragua, en Haití cuando ganó las elecciones Aristide, en Europa con la red Gladio para impedir que la izquierda accediera al poder.

Podemos no es un partido comunista, a pesar de lo que propagan las dos derechas y media y sus turiferarios para confundir. Podemos es la suma de Olof Palme y el mate erudito de Ernesto Laclau. Es decir, socialdemocracia con brotes de bambú posmarxista. ¿Sus propuestas? Entre otras, impulsar la justicia social, reformar la fiscalidad, revertir las privatizaciones, promover las políticas de vivienda pública… Nada parecido a la gesticulante y huera propaganda de Vox. Tan gesticulante y huera que cabe en un folio.

Pero, sí, Podemos y Vox son iguales. Por supuesto. Como son sinónimos democracia y fascismo. Ahora bien, en caso de duda, y parafraseando a Groucho Marx, ¿a quién va a creer usted, a sus ojos o a Vicente Vallés?

En fin, si a algunos desinformados o malintencionados Podemos les parece de izquierda radical, es porque el PSOE no es realmente un partido de izquierdas. (Muerto Franco, en España íbamos a ser socialistas, pero —ay— llegó Felipe González). Más Madrid, por su parte, es Podemos con modales de niño educado en Eton. Puestos a elegir, me quedo con el original.

No obstante, en lo que sí coinciden los tres partidos progresistas es en su oposición al fascismo que sobrevuela amenazadoramente la vida política, social y hasta comercial (existe una tienda ruin que vende camisetas con la cara ensangrentada de Iglesias dentro de una diana). De ahí que no se entienda la actitud nebulosa de Edmundo Bal, un señor que marcha hacia atrás con saltos adelante. Pero se conoce que con tal de conseguir apoyos para salvar a Ciudadanos de la agonía provocada por el fuego amigo de Albert Rivera, Edmundo Bal está dispuesto a cualquier cosa.

Involuntariamente, quiero suponer, Edmundo Bal se ha convertido en otro Dixan de la ultraderecha al preguntarse retóricamente en una entrevista: “¿Qué derecho tengo a aislar el discurso de Vox, aunque sea repugnante?” Si a estas alturas alguien que se define a sí mismo como demócrata anda con estas vacilaciones, mal vamos. La equidistancia mata más que las balas y la neutralidad tanto como las bombas. Debería usted saberlo, señor Bal. ¿O a lo mejor es que a su partido también le importan menos las colas del hambre que conseguir el poder como sea?

A falta de pan, escribió Francisco Umbral, el fascismo da a las masas ego. De eso van precisamente las elecciones del cuatro de mayo en Madrid. De pan y decencia contra fascismo y ego.