Durante los años que fui profesor de la asignatura de “Historia del Periodismo Español” en una Facultad de Sevilla, jugué con los alumnos a mostrarles titulares de diarios de la Segunda República, con el conflicto catalán de por medio, tal cual si fueran periódicos actuales. La historia se repite, mis queridos pupilos.

Luego, les mostraba los titulares de la prensa española semanas antes de la guerra hispano norteamericana de 1898, donde sesudos articulistas calificaban de “indios con plumas” a los militares de EE.UU, a los que nuestros soldados arrollarían sin despeinarse. Completado el desastre, esos mismos articulistas se volvieron contra el Gobierno, con toda impunidad, acusándolos de una osadía imperdonable. Donde dije digo, digo Diego.

Más adelante, les expliqué, con periódicos por delante, cómo los jueces habían boicoteado las reformas puestas en marcha por la República. El poder judicial actuó como garante de un orden tradicional antiparlamentario, católico, centralista y burgués. Por ello desactivaron sistemáticamente el carácter normativo de la nueva Constitución republicana de 1931, hasta convertirla en un texto meramente orientativo. Impidieron igualmente la confiscación de bienes eclesiásticos, sabotearon la reforma agraria de 1932 y fueron muy indulgentes con la violencia de la extrema derecha. Es decir, se produjo una instrumentalización política de la Justicia para frenar el constitucionalismo social y democrático. Es lo que se viene llamando modernamente “lawfare”.

En la actualidad conocemos muchos casos contra políticos condenados a la “pena de telediario”, con jueces apoyando sus investigaciones en meras conjeturas, pero suficientes para que los voceros de siempre hagan como hicieron en 1898, sustentar sus crónicas con medias verdades. Ejemplos como las querellas contra Ada Colau y las investigaciones sobre Mónica Oltra y Alberto Rodríguez ilustran cómo se ha utilizado la Justicia para perseguir otros objetivos. Estamos ante una politización interesada del sistema judicial y la pérdida, en consecuencia, de una imparcialidad más que necesaria.

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Ahora, el Tribunal Supremo ha admitido a trámite querellas contra el Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, y la Fiscal Jefa Provincial de Madrid por presunta revelación de secretos, mientras su denunciante, un presunto delincuente, se ríe de todos los españoles. Luego ha llegado el señor Aldama que, desde la cárcel, sin pruebas, ha puesto el ventilador y la mierda salpica a los socialistas precisamente en las fechas previas a la celebración de su congreso en Sevilla. Por supuesto con la anuencia de intrépidos periodistas, deseosos de llenar de adjetivos sus intervenciones.

Recuerdo ahora a la jueza Mercedes Alaya, cuyas causas judiciales contra políticos socialistas han sido finalmente desestimadas. Ella creó el término “preimputado” para señalar a la prensa presuntos culpables que no tenían cómo defenderse. Además, en algunos casos, mantuvo hasta dos años a una persona imputada sin llamarla a declarar.

Por supuesto, que caiga el peso de la Ley sobre quien corresponda, una vez las pruebas hayan demostrado que se cometió un delito y un juez dicte sentencia. Pero, hasta entonces, jugar con verdades a medias para debilitar al Gobierno, como ocurrió hace 90 años, revela una altura de miras escasa, una necesidad de regeneración democrática y, sobre todo, una falta de respeto a los ciudadanos que, cada día, se levantan con ganas de sacar adelante a su familia, mientras asisten a este espectáculo lamentable de políticos, periodistas y jueces jugando con fuego.

Espero que en el 41 Congreso que comienza en Sevilla este fin de semana, los socialistas tomen también nota de que los liderazgos y, sobre todo, las acciones políticas, han de tomarse con visiones a futuro, sin depositar armas y bagajes ante el primero que les apoye, a cambio de más de lo que se merecen. Pan para hoy y hambre para mañana. El anfitrión, Juan Espadas, como secretario general del PSOE andaluz, debería recoger todos los mensajes que le lleguen y leerlos con detenimiento.