Durante unos pocos días, por circunstancias de la vida, he hecho el sano ejercicio de no ver ni escuchar informativos y de no leer apenas noticias más allá de esas que te saltan a traición en el móvil. Y no solo he sobrevivido, sino que ha sido un buen ejercicio de higiene mental.

Pero no podía durar mucho, y a la vuelta de las minivacaciones de Fallas, he regresado a la rutina en todo, incluido el vicio de querer enterarme de lo que pasa en el mundo, especialmente en este trocito de tierra que llamamos España. Y he de decir que me ha entrado una pereza pero que muy grande, no solo viendo lo que hay, sino lo que se nos viene encima con las próximas elecciones.

La verdad es que lo de las campañas electorales y su normativa nos lo deberíamos hacer mirar desde hace tiempo. La regulación de sus tiempos proviene de una época en que ni se soñaba que la información viajara con la instantaneidad que lo hace, y su concepción de mucho más atrás, cuando una pegada de carteles tenía significado y un mitin era algo más que un escaparate para que las televisiones hicieran de cámara de resonancia de los partidos políticos.

Ahora estamos en eso que se ha dado en llamar “precampaña”, aunque no tenga ninguna cobertura legal. Un tiempo en el que todo vale porque aun no han entrado en juego las normas que regulan las campañas en sí, que distribuyen sus tiempos de publicidad, sus debates, y establecen lo que se puede y no se puede hacer. Porque ahora es el tiempo de “todo vale”, aunque más bien parezca el tiempo del “todo cansa”.

La política se ha vuelto aburrida, previsible e imbuida de un espíritu que ha sustituido el fin de servicio público por el frentismo puro y duro. La polarización impide el más mínimo debate, y es más importante atacar al otro que dar un mensaje propio, es mejor destruir que construir. Y así no vamos a ningún sitio.

La clase política es, desde hace tiempo, de las profesiones por valoradas y basta con mirar la nota que las encuestas del CIS dan a los lideres políticos para que a una le caiga el alma a los pies. Nadie llega al aprobado raspado, a esa nota por la que mi madre me hubiera echado en mis tiempos de colegio una bronca de las que hacen historia.

Empieza el espectáculo, y ya no hay quine lo pare. Lo malo es que, cuando empiece de verdad la campaña, apenas quedarán espectadores para verla. Y, menos aún, para aplaudirla.