Desde que la maldad se convirtió en norma con la subida al poder de dictadores como Putin, Trump, Milei, Bukele, Ortega, Netanyahu y otros muchos menos conocidos, la realidad ha empeorado al desbordarse el porcentaje de malismo que alberga cualquier sociedad.
Ya no basta con ser malo, individualista, insolidario o incívico. Si no eres un libertario feroz, harás el ridículo en su correspondiente grupo de mensajería instantánea. La masificación de la maldad hace más difícil destacar y, por lo tanto, el salto al top de la malvada popularidad exige ser feroz, cruel y despiadado a todas horas y en cualquier circunstancia, sin bajar la guardia, porque para eso están los avatares digitales, tu otro yo virtual, que nunca duerme y que permite insultar en las redes sociales las 24 horas del día.
La dialéctica entre el malismo y el buenismo se ha superado. Ahora de lo que se trata es de perseguir y eliminar al adversario político, social o cultural como dicta Trump y sus réplicas, Abascal en España, que ha pedido hundir el barco de "Open Arms," la ONG dedicada al rescate de migrantes.
Al sadismo que exhibe Trump, la cúpula de la Unión Europea le responde con el masoquismo del gusto por la humillación, a mayor gloria del Marqués de Sade. La crueldad y la provocación son premiadas por el algoritmo y la realidad que se espesa día a día hasta convertirse en asfixiante.
La redundancia informativa parece que nos ha insensibilizado al horror del genocidio en Gaza, a la tragedia de Sudán del Sur, a las guerras que siguen asolando el planeta y a la emergencia climática. La ferocidad de los integristas populistas ha logrado imponer la inventada necesidad del rearme como única respuesta al caos provocado por la Internacional Reaccionaria en casi todos los países del mundo.
Ahora, los defensores de los derechos humanos y los pacifistas son denigrados con saña, incluso por esa derecha que hasta hace poco tiempo se definía como cristiana. El nuevo papa de la Iglesia Católica también es ninguneado por buena parte de los suyos porque reivindica el amor, la generosidad y la compasión con los más vulnerables.
La moda es el pisotón al débil, disfrutar con el sufrimiento ajeno, burlarse de los que aman y respetan a los animales, culpar a las mujeres de la violencia machista y hacer realidad las más perversas distopías imaginadas.
La ultraderecha global pugna por imponer su perversión moral a la tan criticada superioridad moral de la izquierda.