No voy a negar que hay cuestiones de las que es difícil escribir. Que hay situaciones en que los charcos son tantos y tan profundos que no hay katiuskas suficientemente eficaces para evitarlos. Pero también es verdad que hay veces en las que hay que salir a la calle y arriesgarse a saltarlos, aunque acaben salpicándonos. Y esta es una de esas veces.

Soy fiscal y como tal no puedo dejar de expresar la profunda preocupación que me produce la situación en la que nos encontramos. Una situación que afecta a quienes cada día, en cada rincón de nuestro país, luchan contra la delincuencia y por defender los derechos de la ciudadanía, sin que su trabajo diario tenga nada que ver con lo que se decide en despachos con cortinajes de terciopelo muy diferentes a los precarios medios con los que desarrollan su labor. Y en eso tendría que estar todo el mundo de acuerdo, con toga o sin ella. Pero, por desgracia, no es así.

No obstante, no puede dejar de elevar mi mirada allí arriba, donde se deciden todas esas cosas que tanto cuestan de comprender y más aun de explicar. Y es que la noticia era una bomba la miremos por donde la miremos. El Tribunal Supremo daba luz verde a que se pudiera investigar al Fiscal General del Estado -además de a la Fiscal Jefa de Madrid- por una presunta revelación de secretos distinta de la nota de prensa en la que supuestamente se había cometido dicha revelación de secretos, que el propio Tribunal dice que no es delictiva. Nótese que he escogido las palabras con todo mimo, para evitar los charcos. Esos charcos que a continuación me arriesgaré a saltar.

El quid de la cuestión está en determinar qué es lo que dice el tribunal del Fiscal General. A pesar de que gran parte de la prensa lo haya afirmado, no se le ha imputado. Entre otras cosas, porque el término “imputación” desapareció de nuestra legislación ya hace tiempo, cuando el partido entonces en el poder decidió difuminar la línea que determinaba a partir de qué momento se puede considerar que un procedimiento se dirige contra alguien y cambiar la palabra “imputado” por la de “investigado”, mucho más ambigua. Porque es algo así como decir que a alguien se le llama “investigado” para investigarle, o, a veces, se le llama “investigado” antes de que nadie haya investigado.

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No está de más recordar que hace mucho tiempo, cuando el procedimiento tipo era el sumario -que ahora ha quedado relegado a los delitos castigados con penas más graves que, además, no sean competencia del jurado- las cosas estaban muy claras. Había un límite objetivo que fijaba el momento en que los indicios contra una persona eran evidentes y el juicio iba adelante: el auto de procesamiento. De ahí es de donde viene esa costumbre periodística de afirmar que se ha procesado a fulano o a mengano, aunque sea jurídicamente inexacto porque suelen referirse a lo que en su día se llamó imputación, y se sigue llamando, aunque la terminología jurídica haya cambiado. Fue más tarde, cuando se consideró necesario un proceso que recortara los trámites del formalista sumario cuando aparece lo que se dio en llamar “imputación” y que, en principio, no era ninguna resolución formal sino una mera citación en tal concepto, aunque en posteriores procedimientos, como el que afectaba al marido de una infanta de España, se introdujo en algunos casos un “auto de imputación” que no respondía a ninguna figura procesal regulada expresamente. Y fue ahí donde los partidos políticos, cada cual sacando pecho por su honorabilidad, fueron adelantando las líneas rojas, convirtiendo lo que en principio era una garantía -la declaración como imputado confiere mayores derechos, como el derecho a no declarar y l asistencia letrada- en un estigma de consecuencias políticas, fuera cual fuera el resultado posterior de la instrucción judicial.

Pues bien, lo que ha ocurrido con la resolución que afecta al Fiscal General en el Tribunal Supremo no es sino un capítulo más en este baile de líneas rojas tan peligroso. Porque, a pesar de lo que digan los medios, no lo declara “imputado” ni “investigado” sino que, simplemente, abre la puerta a que se le pueda investigar, lo cual no es poca cosa, por cierto. Por darle un nombre, podríamos decir que lo declara “investigable”. Pero lo hace de un modo distinto al acostumbrado. En lugar de hacer una investigación posterior a la recepción de la querella en el órgano instructor que decidiera si hay indicios para ir adelante contra el aforado, que es el criterio que se estaba empleando, hace lo contrario. “Tiremos p’adelante” y luego Dios dirá. Y, la verdad, ignoro lo que Dios pueda decir, si es que existe y quiere mojarse, pero yo me quedo de pasta de boniato. Y mi toga, ya gastada por más de treinta años de ejercicio, también.

Lo siguiente, sea lo que sea, no es bueno para nadie. Porque arrastrar a una institución como la fiscalía no lo es, ni siquiera para quienes intentan denostarla, aunque no sean capaces de verlo. Y sentar un precedente que deje en manos de cualquiera que quiera querellarse el funcionamiento de las instituciones del estado, tampoco.

Para acabar, traeré a la palestra otro recuerdo jurídico. Hasta 1995 existía en nuestro país un proceso previo a la imputación de cualquier miembro de la judicatura o la fiscalía, el antejuicio, que desapareció sin hacer ruido y con poca o ninguna explicación, camuflado en una de las disposiciones de la ley del jurado, y que existe sin problemas en países tan poco sospechosos de determinadas cosas como Alemania. Tal vez una figura de este tipo nos hubiera proporcionado las katiuskas necesarias para saltar charcos. O tal vez no.

Por mi parte, no sé si he salvado los charcos o ando ya cubierta de barro sin saberlo, pero lo que sí sé es que tiemblo solo con pensar qué será lo próximo. Y mi toga, también.