Llevo unos días en este pueblo donde aún se cuece buen pan. Se une a Toro a través de tierras de labor y unos veinte kilómetros de río Guareña, que nadie sabe con certeza dónde nace —según algunos, en Peñaranda de Bracamonte; según la Wikipedia, en La Orbada—; un río, en cualquier caso, que brota del sombrero ilusionista de la provincia de Salamanca y rinde al Duero sus aguas esotéricas a la altura de Toro y que hoy, a causa de la sequía, apenas son un espinazo de guijarros y juncos.

Pero estaba diciendo que llevo unos días en este pueblo donde aún se cuece buen pan. El tiempo suficiente para darme cuenta de que ya han empezado a destruir minuciosamente la campiña de Toro, que está enfermando de excavadoras y muy pronto de placas solares. Y es que, según hemos escrito alguna vez aquí, las renovables no son la solución al apocalipsis climático y sí una farsa para mantener como sea el capitalismo amañado. De modo que vides de sudor y siglos, arrancadas (algunas de forma ilegal; sus cadáveres todavía siguen en el suelo); y la naturaleza, profanada; y la biodiversidad, aniquilada; y las casas campestres, asediadas; y el paisaje cultural, devastado.

Y todo para qué. Con la subida de los precios del gas y los combustibles —la guerra ruso-ucraniana los ha agravado, no los ha causado—, algunos proponen las renovables como la solución. Quizá valga la pena repetir que, aunque ocupásemos el mundo entero de molinitos eólicos y plaquitas solares, las renovables solo nos suministrarían una pequeña parte de la energía que necesitamos para mantener nuestro disparatado y despatarrado modo de vida. Sin contar con que, para fabricarse, transportarse, instalarse y mantenerse, necesitan de una gran cantidad de combustibles fósiles. Por no hablar de que la industria de los paneles solares libera gases de efecto invernadero mucho más contaminantes que el CO2 y de que, según un estudio de Nature energy, las placas que lleguen al final de su vida útil supondrán en 2030 ocho millones de toneladas métricas de residuos, una cantidad que hacia 2050 superará el 10% de la basura electrónica mundial. Su reciclaje supone un enorme coste económico a las empresas fotovoltaicas que no les sale a cuenta. Por cierto, ¿son conscientes de esto el alcalde de Toro y los agricultores que han vendido por cuatro duros los derechos de explotación de sus tierras a los oligopolios energéticos?

Parece que no hay manera de que comprendamos que hemos llegado a un punto cítrico, o sea, muy ácido y chillón, y que lo único que puede hacerse es decrecer por las buenas o por las malas, pues la utopía verde es imposible por, al menos, tres razones: 1) porque exige grandes superficies, que habrá que arrebatar a la agricultura, a la ganadería y a la flora y fauna autóctonas; 2) porque no hay materias primas suficientes en el planeta para construir tantísimos cacharros seudoecológicos, según ha demostrado Guillaume Pitron en La guerra de los metales raros (Península), y 3) porque la extracción de esas materias contamina mucho más que el carbón y el petróleo.

Pero a este pueblo no llega la estupidez del mundo. O llega como el eco del eco del eco de la estupidez del mundo. Por eso, aparte de las renovables del alcalde de Toro que no renuevan nada, salvo el bolsillo del capital, es difícil acordarse aquí de la guerra ruso-ucraniana, que los principales medios están cocinando en la grasaza del sentimentalismo, hasta el punto de que no sería extraño que resucitaran a Corín Tellado para mandarla de corresponsal a Kiev. Entre tanto, Pedro Sánchez se nos aznariza y envía armas a Zelenski y proclama que aumentará el gasto militar. No lo hace para defender la democracia, como dicen los que lo justifican, sino para proteger de la democracia a la OTAN. ¿Es que no hay otras urgencias antes, señor presidente?

Cae la tarde y empieza a refrescar. De manera que distribuyo en la base de la estufa un manojo de sarmientos y unas cuantas piñas secas, y voy formando después una especie de pagoda con los troncos. Un encendedor hace el resto del trabajo. Al cabo de quince minutos, la estufa es una cornamenta de llamas rojas, anaranjadas, amarillas. Las llamas se estiran, se retuercen, se abrazan entre sí, les ponen lametazos de fuego a las ramas, a los leños, que estornudan morceñas y resoplan humo y arden hasta convertirse en rubíes incandescentes detrás del cristal de la portezuela de la estufa.

Es un espectáculo subyugante el de las llamas. Hipnotizan, sosiegan, serenan, adormecen. Yo creo que la lumbre ha sido la meditación zen de nuestros pueblos, aunque en este quedan ya pocos hogares en uso. Los ha suplantado el gasoil de Repsol y eso casi ha hecho desaparecer uno de los aromas invernales más felices: el del humo de leña. Pienso en ello contemplando las ascuas. Y pienso también en Heráclito, para quien el fuego era el principio y final de todas las cosas. Y entonces me decido. Arranco la hoja del cuaderno, hago un rebujón con ella y con ella arrojo este artículo a la lumbre. Para aceptar que todo es fuego, nada. Lástima grande que este fuego no pueda abrasar tanta nada. Mañana regreso a Madrid.