Cierro los ojos y vuelvo a ver a Antonio Machado en el café madrileño de Las Salesas, justo cuando Alfonso acaba de retratarlo. Esta imagen atormentada de copas y espejos es el mejor comentario a la poesía del autor sevillano. Una poesía que nunca transigió con lo artificioso y siempre se mantuvo atenta a perfeccionar las difíciles virtudes de la sencillez y a difundir las menudas verdades del corazón. Una poesía que no sé si tiene ya cabida en nuestro mundo por, al menos, dos motivos: 1) porque admiramos patológicamente la novedad, la prisa, la superficie charolada de las cosas; y 2) porque, debido al cambio climático, los melocotoneros florecen en noviembre. Y esto último, claro, convertiría algunos de los mejores textos de Machado en literatura fantástica, como si en lugar de los campos de Castilla nos hablase del páncreas intergaláctico de E.T.

Pienso, por ejemplo, en aquel poema en que, desde Baeza, Machado le pregunta a su amigo José María Palacio si en la primavera soriana ya “hay ciruelos en flor” o si “tienen ya ruiseñores las riberas”. Preguntas que hoy habría que formular de otro modo o no formularlas, a lo Wittgenstein, pues la primavera brota en pleno noviembre. Al menos en Murcia. Ahí están las inquietantes imágenes de los melocotoneros florecidos a causa de la DANA y de temperaturas próximas a los 30 grados. ¿Cómo explicarán esta anomalía —otra de tantas— los negacionistas del cambio climático antropogénico, esos visionarios ciegos?

Abro los ojos. El retrato de Machado se desvanece detrás de una nube grumosa y visceral. Es la nube que preside la cubierta del libro Confesiones de un ecologista en rehabilitación, publicado por Errata naturae y traducido por David Muñoz Mateo. Un conjunto de ensayos tan sincero como educadamente polémico que nos lleva a buen trote por las galerías, soledades y otras trastiendas de la crisis climática.

Su autor, el exactivista ecológico y escritor británico Paul Kingsnorth, sostiene que es imposible revertir el cambio climático. Entre otras razones porque ya hay demasiado CO2 en la atmósfera. “Es demasiado tarde para hacer algo que no sea mitigar los peores efectos”. Y bromea, con lágrimas en la prosa, sobre la obsesión monomaníaca de cesar de emitir gases. “Las emisiones deben detenerse, como se detuvo a los Omeyas en Tours, o todo estará perdido”. Para él, el de las emisiones es un enfoque sumamente reduccionista. Por otra parte, ni el utopismo científico y tecnoguay nos sacará del atolladero, ni las energías renovables constituyen la solución. De hecho, forman parte del problema, pues un sinnúmero de conglomerados industriales aparecerá en aquellos lugares donde la energía es más abundante.

Ni el utopismo científico y tecnoguay nos sacará del atolladero, ni las energías renovables constituyen la solución

“Por desgracia”, alerta Kingsnorth, “esos lugares resultan ser los más vírgenes, los más bellos del mundo, los que menos ha tocado el hombre. […] A las montañas y los páramos y las tierras altas salvajes se les van a clavar estacas como si se tratara de vampiros, largas filas de molinos eólicos de ciento cincuenta metros y sus correspondientes carreteras de acceso, mástiles, turbinas y cables”. Por no hablar de los océanos atravesados por máquinas. De las aguas de los ríos atragantadas de presas hidroeléctricas. De los bosques transformados en plantaciones de biocarburantes para suministrar “combustible libre de culpa” a los billones y billones de coches.

¿Alguien ha pensado por un momento en que este sinsentido conllevaría la destrucción de muchísimos ecosistemas? No, por supuesto que no, se contesta Kingsnorth. Tampoco lo han pensado demasiado los neoecologistas, que juzgan esos destrozos como daños colaterales en la larga marcha hacia el espejismo verde de la sostenibilidad, que es el ropaje buenista con que se reviste el capitalismo ético, valga la contradicción. ¿De verdad alguien cree que se pueden levantar los suficientes molinos eólicos para sustentar —y hacer crecer— la economía global actual?

“Es la misma narrativa de siempre”, concluye Kingsnorth. “La expansión, la colonización, el progreso, pero esta vez despojada de dióxido de carbono. […] Y, sin ninguna ironía, hay gente que a esto lo llama ‘ecologismo’”. Un movimiento que, en opinión del ensayista, ha renunciado al sentido de pertenencia, a cuidar de lo pequeño, a entender, respetar y defender la naturaleza para transformarse en “un puntal en la estructura del hipercapitalismo”. 

Para el autor británico el fin no justifica los medios. Y esta es una de las razones que lo impulsaron —tras haber dirigido la prestigiosa revista The Ecologist y las publicaciones de Greenpeace y de la web openDemocracy— a abandonar el activismo y a repudiar el ecologismo actual, pues se ha entregado a los políticos y a la industria. “El ecologismo, en su forma original, sin ambages, no tenía tiempo para el politiqueo fraternal con las anquilosadas izquierda y derecha. […] Pero, de repente, el crecimiento económico sin fin se había convertido en algo positivo. […] Ya no era un problema mantener una población de diez mil millones de personas, y cualquiera que se atreviera a dudarlo no estaba resaltando obvias encrucijadas económicas, sino dando apoyo al fascismo o al racismo o a la discriminación por género”.

¿Qué hacer entonces ante la catástrofe que se nos avecina? Kingsnorth no tiene ninguna respuesta “si por respuesta entendemos sistemas políticos, máquinas más potentes, medios para modificar el curso de las conciencias”. Porque es obvio que todos queremos detener el cambio climático, pero también es verdad que no estamos dispuestos a modificar nuestra de forma de vida para conseguirlo, pues, de lo contrario, tendríamos que volver a coger el agua de las fuentes, zurcir los calcetines y hacer todo ese tipo de cosas horribles que hacían nuestros abuelos.

Nuestro drama, ya lo advirtió Heidegger, es el olvido del Ser. Por eso, el filósofo alemán se refugió en la impasible costumbre del bosque, en su cabaña de la Selva Negra, y allí se protegió del ajetreo urbanícola, de las prestigiosas baratijas académicas y de la vida zombificada. Partía su propia leña y conversaba con los campesinos, siempre atento, como Machado, a la sencillez de una vida sencilla. “Lo sencillo conserva el enigma de lo perenne y de lo grande”, apunta el filósofo en su breve y bellísimo texto El sendero del campo, donde también nos dice que “crecer significa abrirse a la amplitud del cielo y —al mismo tiempo— estar arraigado en la oscuridad de la tierra”.

Precisamente para enraizarse, Kingsnorth y su familia se mudaron de Londres a un pueblecito irlandés. Allí adquirieron “una pequeña casa y una hectárea de tierra al final de una carretera tranquila”. Allí viven de vivir. Cultivan un huerto, han plantado ochocientos árboles, Kingsnorth escribe libros con barro entre las uñas y la gramática y, al llegar el verano, imparte cursos sobre el manejo de la guadaña. “Su uso adecuado”, explica, “es un tipo de meditación”.

La literatura actual solo es un producto para distraer un viaje en tren. No más útil que una bolsa de pipas o una canción de Spotify

Meditación, esa es la palabra. Y en todas sus acepciones. Machado lo sabía. Sus mejores versos, que de tan sencillos ya no son de este mundo, nos invitan a la humildad, a la poesía. Sobre todo, a la poesía. No es que un endecasílabo vaya a salvar el planeta, pero no sentir su hondura o su misterio para despertar —un bel morir tutta la vida onora, por ejemplo— quizá lo empeore más. Pues al fin y al cabo el ser humano está hecho de barro y de palabras. De ahí que los relatos que nos configuran —películas, reportajes, series, noticias, tertulias televisivas, anuncios, canciones, videojuegos— sean más importantes para intentar detener el ecocidio que cesar en nuestros vómitos monográficos de CO2.

Sin embargo, hace mucho tiempo que estas narraciones ya no nos revelan las verdades profundas del mundo ni nos ayudan a conducirnos. Por su parte, la literatura actual solo es, en general, un producto para distraer un viaje en tren. No más útil que una bolsa de pipas o una canción de Spotify. “Qué difícil es imaginar hoy en día que hubo un tiempo en el que la palabra de un poeta podía hacer temblar a un rey”, compara Kingsnorth.

Pero su postura no es derrotista o elegiaca. Al contrario. “La respuesta que exige el ecocidio es demasiado importante como para dejársela a políticos, economistas, pensadores abstractos o rumiantes de números; también se infiltra en demasiadas parcelas de la vida como para dejársela a los activistas. Solo los artistas tienen la capacidad de echar abajo ese último tabú”. ¿Cuál es? Ni más ni menos que el mito de nuestra genialidad, de nuestra omnipotencia, de nuestra indestructibilidad. Hay que desplazar el centro de interés narrativo de nuestro ombligo a la naturaleza, propone Kingsnorth. Ya es hora de que la naturaleza deje de ser un mero decorado literario para convertirse en protagonista. A este viraje el autor lo denomina arte descivilizado, algo “que no trata de negar la perspectiva humana […], sino de crear una óptica que nos observe como un eslabón más dentro de la variedad de lo vivo”.

Estos nuevos relatos deberán ser novelas y poemas con raíces. Como lo que escribió John Berger. O como lo que escriben hoy en día Wendell Berry, Mary Oliver o Cormac McCarthy. Pues, al fin y al cabo, la Tierra es más importante que el ser humano y no nos necesita. En efecto, después de unas cuantas décadas en este mundo, de cada uno de nosotros solo quedará un puñadito de fósforo que apenas dará para una caja de cerillas.