Hace unos días terminé la espeluznante serie televisiva sobre el asesino en serie Jefferey Dahmer. Conocido en la crónica negra como “el carnicero o el monstruo de Milwaukee”, e inmortalizado para la pequeña pantalla por el actor Evan Peters en una magnífica y dura interpretación. Lo más espantoso de todo, con la cantidad de detalles y la precisa documentación de los hechos, no es la psicología enferma y criminal del protagonista, sino el trasfondo político y social que trasluce. Vigente todavía.  Dejando a un lado el horror de los cerca de veinte crímenes cometidos -si esto es posible-, y la crudeza de los mismos, con torturas, abusos sexuales y canibalismo de jóvenes varones de entre catorce y treinta y dos años, lo que más desazón produce es cuando compruebas que, si este psicópata criminal de Dahmer pudo cometerlos, fue, en gran medida, por la dejadez de la sociedad y fuerzas y cuerpos de seguridad estadounidenses. La mayoría de las víctimas eran hispanos, asiáticos, descendientes de nativos americanos y, sobre todo, afroamericanos. Además, casi todos eran homosexuales, o fueron catalogados como tal al relacionarse con Dahmer, un joven norteamicano, blanco y rubio. Esto hizo que, en las décadas de los 80 y 90, no está tan lejos, este criminal campara a sus anchas, a pesar de que muchos de sus vecinos, e incluso víctimas de sus abusos e intentos de asesinato que lograron escapar, lo denunciaron. Los jueces y la policía veían con ojos benevolentes a este muchachito rubicundo, al que excusaban por haber tenido una infancia solitaria, por el alcoholismo, mientras ejercían represión y menosprecio por las víctimas, y por quienes observaban en él conductas violentas, como los hechos acabaron demostrando. Hasta tal punto el caso es demencial, que incluso una pareja de policías devolvió a un chico de 14 años, desnudo y herido por un taladro en la sien, al criminal, que acabó asesinándolo en su casa, aunque su vecina intentó por todos los medios detenerlo ante la mofa de los agentes. La vecina, curiosamente, era también negra, lo cual parece ser que hizo que su testimonio contase menos que la del joven blanco y asesino. Pongo énfasis en todo esto porque el supremacismo blanco jugó una baza fundamental en los crímenes y la impunidad con la que este monstruo violador y caníbal de jóvenes actuó. Mucho más si, añadimos, que el hecho de que las víctimas, además de etnias no blancas, como a Trump le gustaría destacar en alguno de sus discursos, eran gays, lo que hizo que los chistecitos y los casos se tomaran a broma, catalogándose, en algunos informes, y es literal, como “cosas de maricones”, o cuando la prensa tomaba notas, “cosas de novios”. Los agentes negligentes no sólo no fueron sancionados, se les apartó unos meses, sino que, además, fueron restituidos en sus puestos de trabajo, premiados por el sindicato policial, y se permitieron el lujo de acosar a familiares de las víctimas o a testigos de la acusación contra el criminal Dahmer.

Han pasado treinta años de esto y, a pesar de todo, quedan muchas cosas por aclarar, entre otras, la asunción de responsabilidades de quienes no hicieron lo que debían, por cuestiones raciales y de identidad sexual. Hace unos días, un joven fue apalizado por cinco agentes de policía. Tyre Nichols murió tres días después de la brutal paliza que le dieron los agentes de la ciudad de Memphis, cuando lo detuvieron en una parada de tráfico, por presunta conducción temeraria. Resulta extraño que lo detuvieran por exceso de velocidad cuando estaba parado en un stop. Los responsable, Demetrius Haley, Desmond Mills, Emmitt Martin, Justin Smith y Tadarius Bean, afroamericanos también, han sido despedidos y se enfrentan a cargos de homicidio intencionado y con agravante de ensañamiento. Esta es la nación que se supone acuna “el sueño americano”, y que vela por los derechos de las minorías. Una nación donde el supremacista Donald Trump, infame expresidente que pretende volver a serlo, alienta los bajos instintos de los que creen que, ser asiático, hispano, nativo americano, o afroamericano, es menos que ser blanco, caucásico y angloparlante. Cuando ese discurso de odio cala, y es capaz de dividir una nación como la estadounidense, hasta el punto de asistir a cómo el Capitolio era asaltado, uno es consciente de que ese supremacismo blanco que excusó al asesino “caníbal de Milwaukee” sigue vivo hoy. Tan vivo que, cinco agentes de policía negros, vestidos de uniforme y por tanto, convencidos de que ellos también pertenecen a la “supremacía blanca”, son capaces de matar a golpes a un chico afroamericano en plena calle. Es como ser judío y nazi, o negro y de Ku Klux Klan pero, la evidencia de la realidad ensombrece toda fantasía. No soy optimista ante los derroteros que toma el mundo. Hoy, más que nunca, toma sentido aquello de que “el hombre es un lobo para el hombre”, que acuñó el filósofo Hobbes. La diferencia es que no conozco el caso de ningún lobo que acose, torture, viole y se mofe de otros lobos, por cuestiones peregrinas…