La manifestación de la Diada de ayer nos dejó, una vez más, una fotografía de calles llenas que, sin su contextualización, pueden llegar a impresionar. Impresionar a los opinadores, e, incluso, impresionar al propio Govern de la Generalitat.

Pero, como todo, es necesario ampliar el foco para entender mejor lo que nos sucede. No quiero hacer spoiler, pero sí adelantar un par de conclusiones. Primera: la batalla política ni se juega ni se gana en la calle.  Segunda: esta Diada iba más de análisis cualitativo que de análisis cuantitativo.

150.000 son muchas personas, menos que las grandes manifestaciones de la década de los 10, pero muchas personas al fin y al cabo. No hay movimiento en Europa que consiga movilizar tanta gente durante tanto tiempo. Pero es justo esa movilización la que constata su fracaso. Fracaso en hechos concretos.

El independentismo se encuentra en horas bajas por su falta de visión de futuro, por su caída en apoyo (del 49% de octubre de 2017 ha pasado al 41%) y por su división. Solo el mantenimiento de una fragmentada mayoría parlamentaria y de un inestable Gobierno se apuntan en su haber.

Lo podemos decir de otra forma. El independentismo tiene los instrumentos, pero le falla, como dirían los anglosajones, el delivering results. Tiene fuerza social, mayoría parlamentaria, el Govern de la Generalitat, las principales instituciones de la Comunidad y 23 escaños en el Congreso que podrían condicionar de una manera decisiva al Gobierno Sánchez. Pero no tiene ni unidad, nio visión, ni hoja de ruta.

Y esos han sido, cada uno a su forma, los dos mensajes políticos de la Diada. Uno, el pragmático, el representado por Òmnium Cultural, llamando al independentismo a superar el ‘procés;, otro, el de la Assemblea, el radical, exigiendo al Govern el cumplimiento del ‘mandato del 1 de octubre’.

Dos discursos de consumo interno. Las apelaciones a Europa o las críticas a la ‘represión’ del Estado han quedado rezagadas a un segundo plano. El procesismo ha pasado de internacionalizar el conflicto a internalizarlo.

Una internalización cainita que amenaza con devorar, como Júpiter, a sus propios hijos: si las manifestaciones de ayer apuntaban contra el Govern de la Generalitat, no contra el Estado, el anuncio de una lista cívica amenaza con provocar un cisma en Junts per Catalunya, no en ERC.

Y sí, que a nadie se le escape que 150.000 son muchas personas. Ese no es su problema. No son los instrumentos, ni la capacidad de movilización. El problema del independentismo es el callejón sin salida en el que se encuentra: pasar de los instrumentos a los resultados, de la calle a las instituciones, o, dicho de otra forma, de la movilización a la política.

Porque, de la misma forma que nos equivocaríamos si pensáramos que la desafección de una parte de los catalanes con el Estado ha desaparecido, o que el independentismo está herido de muerte, también erraríamos si creyéramos que en esos 150.000 manifestantes se encuentra el estado de ánimo de la sociedad catalana, la centralidad de la política en Catalunya.

No es de extrañar que, en estos momentos, la sociedad catalana, y en esto no es la única, está presa de una mezcla de emociones negativas: de la frustración e indignación expresadas por los asistentes de la manifestación de ayer hasta el cansancio general y global del conjunto de los catalanes, pasando por el desencanto del grueso del independentismo que ora no se manifiesta, ora no vota.

150.000 son muchos, pero la pregunta relevante en estos momentos es ¿dónde están los dos millones restantes que se movilizaron el 1 de octubre? Porque 150.000 personas dan para impresionar en un fotografía pero no son suficientes para configurar una mayoría parlamentaria, un Gobierno. Repito. Esto es relevante. Independencia o elecciones decían. ¿Pueden 150.000 imponerse políticamente a los 2,3 millones de catalanes que votamos en 2021?

La calle contra las urnas. Es el neopopulismo: sustituir el escrutinio de los votos por el conteo de manifestantes y los debates parlamentarios por las trifulcas en Twitter.

La batalla política ni se juega ni se gana en la calle. Es más, la calle es la mayor expresión de un fracaso político. Una manifestación, es, por su propia naturaleza la muestra de una frustración, de una demanda legítima. La calle es sinónimo a conflictividad social.

Pero el panorama demoscópico nos muestra otra realidad completamente diferente.

Lo primero. Que los catalanes que no nos sentimos interpelados por la independencia somos más. El barómetro de julio del CEO mostraba un 51% el rechazo a la independencia.

Lo segundo. Que, a día de hoy, la primera opción en Catalunya es el PSC mientras que la segunda plaza es para una ERC que logra forzar el desempate en la carrera por la hegemonía del independentismo.

Y, tercero. Que la unilateralidad de los manifestantes de ayer, del independencia o urnas, solo cuenta con un 11% de apoyo de los catalanes.

Es a partir de esta realidad de la sociedad catalana con la que el Gobierno del Estado y la Generalitat de Catalunya tendrán que tejer los mimbres de la institucionalidad, de la política, del diálogo.

La Generalitat no debe olvidar que, pese a que el independentismo es más efectivo a la hora de movilizar, de trasladar los votos a los escaños, y de conformar mayorías parlamentarias, los no independentistas somos más.

Y el Gobierno ha de tomar nota que de que el malestar de la sociedad catalana, seamos o no independentistas, continua, sea por la financiación, por la infraestructuras o por nuestro encaje político y cultural. El invierno del descontento tendrá, en Catalunya, derivadas y lecturas propias.

Movilizar y representar. Es ahí en dónde reside la clave del futuro de Catalunya.

Pese a que la representación fiel de la sociedad catalana no favorece ni a Junts per Catalunya ni al unilateralismo, la movilización, o, mejor dicho, la desmovilización puede desestabilizar al Govern porque envía información errónea distorsionando la realidad. Junts son menos, sí, pero más movilizados. ERC son más, pero menos movilizados. Es la canción de la frustración de los republicanos. Ganan de sobra en las encuestas, pero con victorias ajustadas en las urnas.

El envite está servido. La primera batalla ha sido el 11 de septiembre. Por delante queda el Debate de Política General del 27 y la celebración del quinto aniversario del 1 de octubre. Tres fechas en las que se definirá tanto el futuro de la gobernabilidad de Catalunya como del sistema político y de partidos del nuevo ciclo electoral catalán.