Unos de los recuerdos más imborrables de mi infancia son los relacionados con los libros que me rodeaban.  En mi casa había una biblioteca interesante, variada y bastante curiosa, porque contenía libros heredados de familia, libros de mis abuelos y de mis padres; algunos de ellos eran los clásicos de literatura universal, pero había un grupo de libros antiguos que me apasionaban: los libros de la infancia y la juventud de mi padre. Uno de esos libros, que conservo como oro en paño, se titula El libro del joven, de la Colección El joven cristiano. Una especie de manual sexual, afectivo y moral para jóvenes y maridos, cristianos, solo faltaría.

Le recuerdo muy bien porque me impactó. Leí no más de dos capítulos, pero pude percibir algo que no me gustaba nada: desprecio y rechazo hacia las mujeres, aun sin yo saber entonces que vivía inmersa en una sociedad misógina hasta las trancas. Eran capítulos en los que se instruía a los hombres para tratar a sus novias o mujeres. Demencial. En uno de los párrafos se hablaba de los períodos hormonales femeninos, “esos días en los que las mujeres pueden ponerse a llorar sin motivo, o a gritar, como si estuvieran poseídas”, “el comportamiento a seguir es alejarse y dejarlas solas sin dirigirles la palabra hasta que cambien de actitud emocional”. Ya digo, como si fuéramos engendros. Teniendo en cuenta el trasfondo de la moral católica en que se sustentaba la obra, el asunto es bien entendible. Si mi padre era, que lo era, un poco machista, pues no me queda más remedio que entenderle, comprenderle y asumir que no era él, sino la educación recibida.

Hace años un amigo querido, ya fallecido, el escritor Fernando de Orbaneja, me contaba en una conversación larga y profunda que tras veinte años estudiando con los jesuitas estaba tan adoctrinado en ideas misóginas que para él era una utopía poder tener una simple conversación con una mujer, que tenía instrucciones de no hablar con ninguna de ellas más de lo estrictamente necesario; me contó que tenía terror a las mujeres, que necesitó años para superar esas creencias terribles que desde los ámbitos religiosos le habían inculcado respecto de ellas. Siempre digo que ya desde el primer dogma cristiano, el mito de la creación, se nos ofrece la idea de la mujer, Eva, símbolo de todas las mujeres, como un ser traidor, embaucador y como la responsable de todos los males de la humanidad. Ahí es nada.

La idea de la suciedad de lo femenino está tan arraigada en el inconsciente colectivo que siguen vivas ideas y mitos, respecto de las funciones fisiológicas de las mujeres, alineados con ese desprecio con el que se nos educa. Recuerdo bien algunos de esos prejuicios convertidos en tradición y en ideas, que escuchaba en mi adolescencia, tan absurdas como que se mueren las flores y las plantas que toca una mujer menstruando, o que en esos días es peligroso ducharse o lavarse el pelo porque puede causar la muerte, como si en esos días nos convirtiéramos en monstruos.  Contrariamente a esos prejuicios, lo que ahora creo es que esos días son sagrados, porque son parte del ciclo biológico femenino que permite que se genere y se reproduzca la vida. El ciclo menstrual no sólo no es sucio, sino que es glorioso, tanto como que es una parte del milagro de la maternidad. La suciedad no está en las mujeres, sino en algunas mentes perversas.

Me parece esencial buscar el origen del machismo y no quedarse en los tópicos convencionales que responsabilizan al hombre y al patriarcado del sometimiento de las mujeres, y no a las religiones monoteístas, que son las que en realidad promueven y difunden la misoginia. Y considero que atajar las consecuencias sin solucionar las causas es como marear absurdamente la perdiz. Cuando el otro día escuché, en un discurso tras ser aprobada la nueve Ley de aborto, a la ministra de Igualdad hablar de “derechos menstruales” o “salud menstrual” me sorprendió por lo novedoso de esas dos expresiones. Después me relajé, y pensé que está muy bien hablar sobre ello sin prejuicios ni cortapisas, que llevamos muchos siglos las mujeres soportando estigmas, recelos y suspicacias respecto de nuestra fisiología.

Pero seamos razonables. No me parece sensato hablar de derechos menstruales, como tampoco me lo parecería hablar de derechos prostáticos. Si una mujer se siente mal, por la menstruación o por un dolor de estómago, tiene que tener garantizado el derecho a la baja por enfermedad; a mí me parece de Perogrullo. Yo hablaría de derechos humanos, derechos que acojan y contemplen a mujeres y a hombres, en sus similitudes y en sus particularidades. No creo que convenga crear competencias ni divisiones entre sexos, que es en lo que nos adoctrinan; creo que de lo que sí se trata es de ir a la raíz de la cuestión, entender el origen del odio a lo femenino, y tomar medidas al respecto. Me refiero sobre todo al discurso machista y misógino de la religión que se sigue difundiendo en todas las escuelas de este país. Mientras ello siga ocurriendo, todo lo demás será como poner tiritas a una gangrena, o, en argot castizo, como matar pulgas a cañonazos.