Nuestro mundo se acaba. Esa es la naturaleza de la crisis, del cambio, que los griegos entendían perfectamente como oportunidad de avance, aunque la historia también nos ha demostrado que se puede retroceder. Muchas de las reglas del juego internacionales, de los organismos que debían velar porque no se repitieran los errores y horrores de las guerras mundiales se han olvidado o parecen inútiles.  Al menos eso evidencian los conflictos bélicos en Ucrania, Oriente Medio, Israel y Palestina, por poner algunos ejemplos. El populismo, y lo digo sin adjetivos, porque el populismo lo es sin necesitar ser de izquierdas o de derechas, es una plaga; una pandemia que está afectando en los últimos años nuestras instituciones, nuestras reglas de juego democráticas, e, incluso nuestras relaciones interpersonales más directas y básicas, de una forma enfermiza y peligrosa.

Los medios de comunicación, en su mayoría, han perdido su valor de garantes de los hechos, de la realidad, de contrapoder, y se han convertido en acusaciones particulares o en fiscales defensores, sin el más mínimo pudor ni utilidad para la ciudadanía. Salvo en algunas islas informativas, especialmente en los digitales que posibilitan más la pluralidad, los medios de comunicación tradicionales y emblemáticos se están convirtiendo en megáfonos de idearios políticos, fomentando así la parcialidad, el pensamiento único y las mentiras emotivas.  La confrontación de ideas, desde la respetuosa diferencia, que ha fomentado el pensamiento crítico, está desapareciendo en aras de un cainismo ideológico que lleva al cese o el despido de profesionales reputados por el mero hecho de no estar de acuerdo, de discrepar o criticar, las posiciones mayoritarias de las líneas editoriales o de las opiniones generalizadas. Los despidos en cascada en el Diario El País, uno de los más importantes en el ámbito hispanoamericano, son una escandalosa prueba de ello. Los más sonoros, los de Fernando Savater, con el que uno puede estar de acuerdo o no, pero al que nadie puede negarle formación, cultura e inteligencia, además de su evidente contribución en la transición a generar opinión y espacios de libertades. Tampoco se le puede negar el derecho a la libertad de expresión, que todos dicen respetar, y que está en nuestra Constitución.  Dice Félix de Azúa, tras su marcha del diario en solidaridad con Savater, que en dicho medio “Nadie sabe en realidad quien dirige ese periódico; no es verdad que Pepa Bueno lo dirija” y apunta a un oscuro consejo de administración. La afirmación es muy grave, y a mi me retrotrae a mi vivencia personal y periodística del cese de José Antonio Zarzalejos, que coincidió en el tiempo con la destitución de otros directores de periódicos, con diferencia de meses, Pedro J. Ramírez de El Mundo, Javier Moreno del citado diario del grupo Prisa, y Jose Antich de La vanguardia, en coyunturas sociopolíticas complicadas. Todos de diferentes ideologías, con diferentes formas de entender el periodismo, pero con algo en común: una forma de entender el periodismo de autor que ya casi se ha extinguido.  En los cuatro casos, también fueron los consejos de accionistas y los consejos de administración los que acabaron con sus direcciones. Para quien quiera saber más, les recomiendo el libro de Zarzalejos, “La destitución. Historia de un periodismo imposible”, donde, además de datos muy jugosos sobre las inferencias de los políticos en las líneas editoriales de la prensa y demás medios de comunicación, de todos, se certifica la muerte de la prensa tradicional y sus cabeceros como contrapoder real en nuestro país. Lo estamos viendo, también de forma escandalosa, en los senos de las propias formaciones políticas. Abascal acaba de hacer en VOX una purga sin paliativos. El PP laminó a casi todos los que apoyan a Pablo Casado, después de que este hiciera lo propio con los que apoyaron a Soraya Sáenz de Santamaría. PODEMOS expulsó a todos los que quisieron converger con SUMAR cuando se desligaron de la agrupación y pasaron al Grupo Mixto por no conseguir sentar a Irene Montero en el Consejo de Ministros de nuevo. Y el PSOE de Pedro Sánchez laminó en Andalucía a todos los “Susanistas”, consiguiendo así desmotivar  a las bases de los electores en el granero histórico principal de sus votos, consiguiendo perder esa comunidad autónoma esencial para gobernar en España, a la que siguió la pérdida pírrica de Extremadura. Si alguien como Alfonso Guerra, con quien se puede estar de acuerdo o no, discrepa, es un traidor, y se olvidan que ese traidor es uno de los pocos ponentes vivos y Padre de la Constitución que nos queda. Si Emilio García Page decide reclamar el mismo trato económico para su comunidad que se le da a Cataluña, resulta que está en “el extrarradio del PSOE”. ¿Cuándo nos hemos vuelto todos locos? ¿Cuándo hemos dejado de entender que la libertad de expresión, recogida y protegida por nuestra Carta Magna es fundamental para que nuestro sistema siga siendo rico, sano y democrático? ¿Cuándo hemos dejado de respetarnos a nosotros y a los demás y dejamos de entender que nuestra riqueza es nuestra diversidad de pensamiento, más allá de las  construcciones territoriales e identitarias naciionalistas? He sido y sigo siendo un socialdemócrata comprometido. Me he significado en todas las causas justas y peleado por ellas. Ahí está mi historial, no voy a repetirlo. Pero que no me haga nadie elegir entre ideología y democracia, porque sin las reglas de juego comunes, sin el respeto por los otros, aunque no estemos de acuerdo, las ideologías son pretextos para destruirnos. Yo reivindico mi derecho a discrepar, que es mi derecho y el de todos a ser libre y expresarnos libremente en democracia. Es básico. Es fundamental. Sin eso no existe sociedad, instituciones, ideologías, opciones, ni democracia. Es una pena tener que volver a defender lo evidente pero, en estos tiempos, parece más necesario que nunca.