Sayago aún tiene agujetas históricas de Cervantes. Y de Juan del Encina. Y de Lucas Fernández. Y de Lope de Vega. Todos estos señorones de barba y golilla, y alguno más, se burlaron en sus obras del habla sayaguesa, a la que consideraron una malformación del castellano. El sayagués era como un castellano con joroba y labio leporino, vaya.

Un dialecto que, paradójicamente, jamás se habló en Sayago, porque fue un invento de los escritores, una alquimia de palabras rústicas cogidas de aquí y allá y tuneadas con la intención de ridiculizar el habla de los pastores y aldeanos en el teatro, lo cual provocaba las risotadas academicistas y bobaliconas de los señoritos del siglo XV y posteriores centurias. Más o menos como cuando Gila salía en la tele disfrazado de personaje de Delibes, con la boina endémica y la chaqueta de barbecho y pana, y monologaba parodiando o exagerando el hablar apretujado y cantarín de los pueblos.

El caso es que, de aquellos polvos, estos lodos. Sayagués, en la cuarta acepción del término que da el diccionario de la RAE, sigue siendo sinónimo de persona tosca y grosera, aunque no sea verdad. De hecho, yo conozco a sayagueses con mucha más elegancia y grandeza de ánimo que todos los grandes de España con todas sus mayúsculas heráldicas en sus currículos de piedra.

Todavía hoy, Sayago, junto con alguna que otra comarca como Sanabria o Aliste, continúa siendo la outsider de la provincia de Zamora, que, a su vez, y por desgracia, es una de las cenicientas del país. Por cierto, ¿hasta cuándo nuestros sublimes políticos piensan seguir ninguneando la España interior?

Geográficamente, Sayago está amordazada por dos ríos —el Duero y el Tormes— y, en el mapa, tiene forma de besugo que añora o presiente el mar de Portugal. Este aislamiento, este vivir al margen y en los márgenes, ha convertido a Sayago en una especie de museo etnográfico al aire libre. Es un tópico, pero un tópico que es verdad.

En efecto, aquí todavía es posible ver fantásticos ejemplos de arquitectura vernácula, en la que se eternizan rasgos de la casa romana. Aquí aún se conservan costumbres que desaparecieron hace mucho no solo de nuestro país, sino de buena parte de Europa. Aquí aún se fabrican cazuelas y cacharros de barro como se fabricaban en Mesopotamia. Y, en fin, aquí perduran —contra las ansias expansionistas de los tres o cuatro agricultores existentes— paredes de piedra seca. Kilómetros y kilómetros de paredes de piedra seca cuyos modales constructivos ciertos autores remontan al Neolítico y cuya técnica ha sido declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco.

Cualquier paisaje expresa una visión sociopolítica del mundo. Y es también una categoría moral. El de Sayago no es ese paisaje pijo de postal con sus nieves redichas en las cumbres de las montañas, ni hay allí bosques normandos sobre los que flota románticamente la bruma de Caspar D. Friedrich. La misteriosa belleza del paisaje sayagués proviene de su austeridad. Sayago es piedra, encinas, cielo y agua. El paisaje de Sayago es lo que queda después de haberle quitado los aburridos tópicos turísticos de Booking.com.

Sayago acumula una historia de belleza y humillaciones, ya digo. Con cada paso hacia el futuro, a Sayago la hacen viajar hacia atrás en su biografía. La cosa empezó, como recordábamos, con Juan del Encina, Lucas Fernández y demás sayagófobos de los siglos áureos. Siguió con Franco y sus embalses non plus ultra, uno de los cuales anegó para siempre el pueblo de Argusino y condenó a la errancia e incluso al suicidio a muchos de sus habitantes. Yo he hablado con supervivientes que conservan lágrimas y fotos de aquel pueblo anfibio como atributos de su particular Sefarad, y digo anfibio porque las cercas, algunos viñedos y el cementerio afloran cuando se resecan, en los veranos amarillos y menopáusicos, las aguas del embalse.

Algunas décadas después de la muerte de Argusino y de la de Franco, surgieron los funcionarios del tractor, lo que supuso una especie de etnocidio, al destruir la concentración parcelaria muchísimas paredes de piedra en nombre de Monsanto y su maíz transgénico y colonialista.

Para añadir desprecio a la humillación, ahora una compañía extranjera y tres alcaldes aborígenes peligrosamente miopes —el de Bermillo, el de Almeida y el de Muga de Sayago— van a vender al Mefistófeles del pan para hoy y hambre para mañana el hermoso paisaje de esta comarca única, de un incalculable valor cultural y ecológico. Para ello plantarán una aliteración de molinos eólicos que tal vez den el tiro de gracia a Sayago —reserva de la biosfera, por cierto— sin comprender o sin querer comprender estos alcaldes que se impondrán los perjuicios a los beneficios.

Pues serán de hoja caduca los escasos puestos laborales que creerán estos monstruos eólicos —mayores de lo normal para aprovechar las corrientes más altas de aire, al estar Sayago en un altiplano y no en una montaña—, a lo que hay que agregar, entre otros daños, la pérdida de biodiversidad, la erosión del suelo, el ruido, la muerte de miles de aves protegidas a causa del giro de las aspas, la ruina del turismo rural y de la ganadería extensiva, así como la pérdida de valor inmobiliario de las viviendas en los pueblos próximos a estos molinos. De hecho, según denuncia la plataforma Otra vez no en Sayago, integrada en Alianza Energía y Territorio (Aliente), que por cierto ha lanzado una campaña en change.org oponiéndose al parque eólico, muchos vecinos han puesto ya sus casas en venta.  

Marco el número de teléfono de una de las personas que más y mejor ha investigado el paisaje cultural en nuestro país: Esther Prada Llorente. Esta doctora en Arquitectura, docente y extraordinaria pintora, es dueña de una caudalosa bibliografía en la que destacan Dibujando el paisaje que se va. Un modelo espacial del patrimonio agrario, Guía metodológica del paisaje cultural transfronterizo hispanoportugués y “Sayago: paisaje fuente o la construcción del lugar en la frontera hispanoportuguesa”, en Atlas de los paisajes agrarios de España.

“Nos han vendido una única forma de entender el paisaje”, dice Prada Llorente. “El paisaje identificado en exclusiva con el paisaje natural, que casi no existe en el planeta, porque son poquísimos los espacios sin intervención humana. Pero en cambio no nos han hablado de los paisajes agrarios, formados por la cultura tradicional campesina a lo largo del tiempo, alguno de los cuales aún no ha desaparecido de Europa, como es el de Sayago. Este paisaje conserva rasgos medievales porque su formación se fundamenta en prácticas consuetudinarias, aún presentes, que ahora llamamos ecológicas. Por eso merece la misma protección y el mismo respeto que la catedral de Burgos. Debemos conservar el paisaje de Sayago porque es historia, porque es cultura. Y conservar significa no tocarlo. Para ello es necesaria una educación que nos conciencie de que el paisaje es un bien e igualmente debería haber una ley de paisaje en Castilla y León como la hay en otras comunidades. Así se evitarían muchos despropósitos”.

Uno de los cuales es creer —estragos paisajísticos al margen— que las renovables aportarán la cantidad suficiente de energía para seguir manteniendo indefinidamente el capitalismo salvaje y monoteísta, ese que desgarra el corazón palpitante de hombres y mujeres en los altares aztecas del FMI, de los bancos, de las multinacionales, de los mercados financieros, y que, no tardando, arrancará la última rosa de la tierra. Y no es así. Las renovables no son la solución, sino parte del problema. Detrás de ellas están las mismas compañías de siempre, solo que disfrazadas de Greta Thunberg. El propósito, sin embargo, es el mismo: el engorde con pienso monetario de sus accionistas cueste lo que cueste y caiga quien caiga.

Las renovables, en efecto, no solo aportan una ridícula cantidad de energía, sino que, en el caso de los aerogeneradores, de los molinos eólicos, estos necesitan de combustibles fósiles para funcionar al ralentí —apagarlos y encenderlos sería costosísimo— cuando deja de soplar el viento. Con lo cual la eólica, tan verde y blablablá, es una industria que excreta gargajos de CO2. Por no hablar de lo que contaminan su transporte, instalación y fabricación. Por ejemplo, la extracción de metales raros como el tungsteno, con el que se construyen las aspas de los molinos, es poco sostenible y enormemente contaminante. Hay que mover toneladas y toneladas de roca para obtener una pizquita de ese metal. Y luego hacerla pasar por reactivos químicos, como el ácido sulfúrico, y por enormes cantidades de agua, de la que se priva sin retortijones de conciencia a las comunidades y a los campesinos locales, por supuesto. Todo esto y más lo investiga Guillaume Pitron en su valiente y minucioso ensayo La guerra de los metales raros (La cara oculta de la transición energética y digital).

De modo que seamos realistas. No hay ni recursos suficientes ni tiempo para la transición ecológica. Lo único que cabe hacer es frenar, consumir menos, pensar cómo decrecer. El resto es filfa y engaño. Estéril delirio verde.