Conozco un pueblo que está encantado. Se llama Argusino. Es un punto con forma de garbanzo, sobre una mancha azul, en Google Maps. Creo que es la única referencia geográfica de la localidad a día de hoy, pues hace tiempo que dejó de figurar en las ediciones de la guía Repsol y similares. No obstante, Argusino, aunque invisible, existe. Yo lo he visitado. Está hecho de piedra y agua. Sus casas, sus calles, la caudalosa encina que tutelaba el atrio de la iglesia, todo eso duerme bajo uno de aquellos fetiches del progreso en tiempos de Franco: el embalse de Almendra. Imponente y latifundista. Y el que mayor sufrimiento provocó. Fue construido, en efecto, con hormigón y llanto. Tal vez por eso hay carpas allí, unos peces capaces de sobrevivir a la sal de las lágrimas.

El embalse era una enorme lámina de aluminio bajo el sol de agosto cuando lo visité. Un buitre sobrevolaba las aguas, acorraladas por los muros de la presa y un horizonte de carrascos que temblaban detrás de la canícula. Llovía fuego. Arena, hierbas agonizando de sed, despojos de piedras que en otro tiempo habían cercado huertos, una luz que cegaba y la cabeza aturdida de calor. Eso era todo. Eso y el silencio concéntrico del buitre bajo el sol implacable. El lugar transmitía una gran congoja. Lo más sobrecogedor, no obstante, era el silencio. Tardé en comprender que aquel silencio era no una ausencia de ruidos, sino la voz de los muertos.

La de los que yacían en el fondo del embalse, sepultados dos veces. La primera, por una lápida de flores y mármol. La segunda, por una plancha de hormigón que colocó Iberduero —hoy, Iberdrola— para impedir que los ataúdes navegaran sin rumbo en las aguas de Argusino. Porque a Argusino, una aldea que el progreso convirtió en la Atlántida zamorana, la anegaron para construir el embalse de Almendra. Y aunque pudo haberse evitado aquel apocalipsis, no se hizo. A sus habitantes les ofrecieron una burla más que una indemnización y los abandonaron a su suerte. Nadie los defendió. La Iglesia, dicen los afectados, la que menos. De modo que cargaron las mulas con sus biografías de colchones, de ropa, de niños, de cántaros, y aquellos labradores se convirtieron en ánimas en pena que recorrían los pueblos de la comarca buscando una segunda vida. No todos la consiguieron. Los que no se suicidaron optaron por marcharse a las grandes ciudades. Otros eligieron añorar las huertas de Argusino desde Francia, desde Alemania, desde Suiza.

Hace más de cincuenta años de aquel éxodo. Pero por más agua que le echaron, por más que los papeles insistan en su formalismo, en su verdad ilusa, Argusino no ha muerto. Persiste como lugar de nacimiento en el DNI de sus moradores, que jamás se han marchado de allí, aunque hoy vivan en Bilbao, en Tarragona, en Madrid o en Berna. Es más, cuando bajan lo suficiente las aguas del embalse, Argusino resucita. Lo hace en las viejas vides de sus majuelos, en unas tijeras de esquilar medio desmochadas, en una quijada de burro, en unas trébedes oscuras y deformes, en un candil herrumbroso cuya luz de algas mordisquearon varias generaciones de peces.

Argusino no ha muerto. El ojo de Dios, que hoy es Google Maps, lo sitúa en la hermosa comarca de Sayago, al sur de Zamora, entre un monte de encinas y un cielo de buitres art nouveau. Allí, Argusino solo hibernaba bajo las aguas. Pacientemente, esperaba que alguien lo desencantase. Y quien lo ha hecho no ha sido un príncipe de cuento, sino los nietos de Manuel Pardal, el herrero de la aldea. Dueños de la bodega Pardal y Punto, estos jóvenes han despertado a Argusino de su letargo y lo han transformado en vino, que es el símbolo de la vida que no muere jamás. Gracias a ellos, Argusino sabe ahora a moras, a madera, al sol del atardecer en los bancales.

El tinto en cuestión, amparado en la D.O. Arribes del Duero, está elaborado con uvas autóctonas. Se expresa, por tanto, en el dialecto de los roquedales y las encinas, de las nubes y la memoria. Se llama Salsipuedes, igual que una calle de Argusino, un pueblo que cuenta ya con mil seiscientas botellas de gloria. Porque no es cierto que la única verdad sea la injusticia. Ni el olvido.