Este fin de semana, el G7, el grupo de los países más industrializados del mundo, ha lanzado un paquete de medidas económicas que incluyen la donación de alrededor de 1000 millones de dólares en vacunas para los países en vías de desarrollo, la aprobación de un plan global de infraestructuras, un programa de hasta 100.000 millones de dólares en la lucha contra el Cambio Climático y el primer acuerdo para elevar la imposición empresarial hasta un 15% de los beneficios con independencia de la jurisdicción donde estos beneficios se declaren. Una agenda económica ambiciosa que todavía tendrá que pasar por muchos filtros antes de hacerse realidad, pero que de alguna manera certifica el giro en la política económica, un giro que en el ámbito de la prescripción de políticas -en el FMI, el Banco Mundial o la OCDE- llevaba ya varios años fraguándose, y que se había convertido en realidad en Estados Unidos con la victoria de Biden y en Europa con la puesta en marcha del programa Next Generation y el Green Deal Europeo.

El último paso que quedaba por dar es el restablecimiento de un régimen de cooperación económica internacional que se había paralizado durante los años de liderazgo de Donald Trump. De esta manera, Estados Unidos vuelve a mirar a sus aliados naturales -el grupo de países industrializados- con la idea de reconstruir su reputación internacional, impulsando algunas iniciativas que aspiran a resituar al país en el bloque que lidera las políticas globales.

No lo tendrá fácil: mientras el G7 aprueba este paquete de actuación, China sigue construyendo los pilares para su hegemonía en gran parte de los países emergentes, y amenaza con actuar como “free rider” en las normas que rigen las relaciones económicas internacionales, pensadas para economías abiertas y de mercado, y no para un capitalismo de estado que apunta estratégicamente a aspectos clave de las economías europeas y norteamericana.

El resultado de este proceso de crecimiento de la influencia china en la economía mundial, dirigida no por empresas privadas, sino por el entramado político-económico en el que se ha convertido el Partido Comunista de China bajo el mandado de Xi Jinpin, es una reacción que hace unos años se hubiera considerado anatema, como lo es la vuelta a la escena de la política industrial y comercial “estratégica”.

¿Y qué es la política industrial “estratégica”? Es un concepto de difícil concreción que, en definitiva, señala que los países tienen el derecho y el deber de proteger los “sectores estratégicos” de sus economías frente a las injerencias externas. Así, hoy la Unión Europea conceptualiza su “autonomía estratégica” en ámbitos como los recursos energéticos, la economía digital, la inteligencia artificial o la industria aeroespacial. En otras palabras: no queremos ni debemos depender de China o de Estados Unidos en aspectos considerados “sensibles” para el correcto desarrollo de nuestras economías. Una vuelta a cierto nacionalismo económico, circunscrito, eso sí, a sectores donde se considera “estratégico” mantener una titularidad nacional o, al menos, europea. Es, en efecto, una medida defensiva frente a la agresividad de la política industrial china, que no duda en aprovechar su tamaño para intentar adquirir empresas europeas para absorber sus capacidades tecnológicas o innovadoras.

No es la primera vez que se habla de política económica “estratégica”. Los años 50 y 60 del pasado siglo estuvieron llenos de intentos de mantener, particularmente en los países en vías de desarrollo, cierta autonomía estratégica. En los años noventa, en Estados Unidos hizo fortuna la “política comercial estratégica” destinada a proteger sectores estratégicos de la competencia japonesa o europea. Los resultados anteriores no fueron muy positivos.

Esta vez parece diferente: China parece no cumplir los requisitos mínimos para ser considerada una economía abierta y libre, y su papel en el concierto económico internacional no está guiado por las mismas motivaciones que guían a sus socios comerciales. Lo que parecía injustificable en los años noventa, hoy es aceptable o incluso recomendable.

El resultado de este proceso no debería ser necesariamente negativo. Autores como Dani Rodrik han insistido durante años en la necesidad de poner un freno de mano a un proceso de globalización que podría haber llegado demasiado lejos. Nada que objetar en esto, pero nos cabe la duda de si, en un clima de proteccionismo estratégico, puede florecer una nueva era de cooperación internacional y de provisión de bienes públicos globales que la reunión del G7 parece haber restablecido. Si los países y las áreas económicas comienzan a establecer sus propios sistemas de protección frente a la influencia de China, será difícil que al mismo tiempo se configure el escenario de cooperación multilateral que necesitamos para luchar contra el cambio climático o las futuras extensiones de la pandemia global.

El plan de los años noventa era atraer a China a una cooperación multilateral como un socio leal y efectivo, pero dados los resultados, puede que al final sea China quien arrastre a los demás países a copiar sus estrategias. Si lo consigue, China habrá ganado su ansiada influencia sin bajarse del autobús, y el resto del planeta habrá perdido.