Hace exactamente diez años que el Comité de Naciones Unidas para la Eliminación de la discriminación contra las Mujeres (CEDAW), condenaba a España al considerar que el Estado había sido negligente en la protección de Andrea R. González, una niña de siete años asesinada en 2003 por un padre maltratador, del que la madre de la niña se había separado desde que ésta tenía tres años. Ninguna instancia judicial en España se tomó en serio las denuncias de una madre, Ángela, que temía por la vida de su hija, y que creyó que la justicia y las instituciones del Estado la ayudarían a protegerla. Al morir Andrea, Ángela denunció a las administraciones que la habían fallado por no haberla escuchado y actuado para proteger a su hija, pero tampoco ninguna instancia judicial le dio la razón. Tuvo que acudir a la ONU para que lo obvio se transformara en justicia y se declarara al Estado Español negligente en la protección de la menor, una negligencia que le costó la vida a Andrea.
En el año 2014 Juana Rivas ya había emprendido su batalla jurídica y personal para proteger a sus hijos de su padre maltratador. Cuatro años después, en 2018, ninguna instancia judicial había adoptado medida alguna de protección de los menores. En su lugar, habían condenado a su madre no sólo a prisión, sino a la imposibilidad de ejercer la patria potestad. Por si no fuera suficiente locura, le entregaron los niños al padre maltratador. Es decir que, a pesar de una condena por violencia intrafamiliar en 2009 y del testimonio de su exmujer y sus propios hijos sobre las constantes agresiones y vejaciones, un juez español decidió que los menores estaban en mayor peligro con su madre, cuyo delito fue huir para protegerles de las agresiones, que con su padre quien los pegaba. vejaba y amenazaba recurrentemente. No sólo eso, en 2021, cuando un juez italiano aprobó que los niños visitaran a su madre en España, el juez español insistió en que Juana Rivas era un peligro para sus hijos: Juana, la que se jugó la cárcel para protegerles era un peligro, no su padre, quien los agredía ¿cómo puede pasar algo así y que nadie lo frene?
Esta semana, después de más de 15 años de sufrimiento de Juana y sus hijos, la fiscalía italiana acusa al padre de maltrato sobre el hijo pequeño de Juana, y el mayor ruega en un video que alguien proteja la vida de su hermano por quien teme seriamente, una madre y sus dos hijos llevan quince años sufriendo porque la justicia no les cree.
Estos dos casos, para vergüenza de este país, no sólo no son una excepción, sino que en ninguno de los dos los jueces responsables de sucesivos “errores” han sufrido consecuencias ni remotamente equiparables en el efecto para sus vidas, de las que han tenido sus “errores” judiciales para las vidas de las víctimas.
Es más, dudo mucho que ninguno de esos jueces considere que ha cometido error alguno ni tenga la más mínima sensación de que es responsable de las agresiones, incluso la muerte de niños a manos de sus padres maltratadores. Porque sus decisiones se basan en negar que los hechos suceden, hasta ese límite de poder omnímodo llegan los jueces, si ellos dicen que una mujer miente, que “envenena” a sus hijos para que mientan y que no hay maltrato, la realidad de los golpes, miedos y sufrimientos de las víctimas desparecen, hasta el punto de que las hordas de negacionistas de la violencia machista pueden públicamente señalar, insultar y cuestionar a la víctima sin que se les caiga la cara de vergüenza, porque tienen la autoridad que les otorga una sentencia judicial que niega lo hechos.
¿Se imaginan que esto pudiera pasar en un caso de asesinato? Un juez podrá determinar que no hay pruebas suficientes para condenar a una persona u otra, pero jamás se atrevería a cuestionar que los muertos están muertos, y ninguna persona en una red social se atrevería a decir que se lo merecía, que a saber que habría hecho para que le mataran, o a cuestionar la versión de la víctima.
Pero con las mujeres y sus hijos no sólo se puede ignorar la realidad y cuestionar a la víctima, sino que cuando, tras luchas titánicas, se demuestra que los jueces no sólo se equivocaron, sino que perdieron la imparcialidad que debe caracterizarles, y se dejaron llevar por su ideas y valores machistas, nadie se cuestionará que esa persona ha quedado inhabilitada para el ejercicio de la justicia. Así es el poder judicial, omnímodo, infalible y corporativo, como el Papa, con una diferencia no menor; la Santa Sede es un Estado no democrático, pero nuestro país lo es.
Por eso, porque somos un estado democrático, hay instituciones cuya función es vigilar e impedir el abuso de cualquiera de los poderes del estado, incluido el judicial. Por eso, porque somos un estado democrático, nuestra constitución reconoce a la ciudadanía el derecho a ser indemnizados por los perjuicios sufridos por la acción de la administración, también de la administración de justicia, y por eso, porque somos un estado democrático, es inaceptable que el Consejo General del Poder Judicial, gobierno de jueces y magistrados, no adopte medidas disciplinarias severas, es decir, no impida que ejerzan como jueces, aquellos que abusan de su poder para proteger sus intereses, defender los de sus amigos, perseguir a sus enemigos o imponer su visión ideológica del mundo frente a la realidad.
Cuando no sólo fallan personas individuales en el ejercicio de su poder, sino que además las instituciones responsables de su vigilancia y disciplina, lejos de evitar errores y abusos, los amparan, protegen y justifican, el problema no es un juez machista, es un machismo estructural que atraviesa la institución judicial. No puede sorprenderle a nadie que las mujeres no confíen en la justicia para denunciar la violencia machista, la pregunta es ¿qué va a hacer el CGPJ para cambiarlo?