Entre el coronavirus y las bengalas mediáticas chisporroteando mucho antes de celebrarse las elecciones de Estados Unidos, el octogésimo aniversario de la muerte de Manuel Azaña ha pasado sin pena ni gloria. Pero como Azaña ha sido exorcizado de la conciencia de la mayoría de los españoles, el ninguneo casi no se ha advertido. Manuel Azaña, uno de los grandes estadistas del siglo XX, magnífico orador, intelectual lúcido, novelista introvertido, ya solo es un nombre en el cementerio de Montauban. Y tres líneas resecas en los libros de bachillerato.

Claro que ya se acordaron bastante de él los militares y los conservadores de su época, aunque solo fuese para difamarlo brutalmente. Tirano, pasantillo resentido, criminal, monstruo, hasta maricón le llamaron por no haberse casado hasta la cincuentena; más o menos los mismos piropos que hoy eructan las derechas al Gobierno, esas derechas que cierran España a los demás compatriotas y después se tragan la llave. “¿Qué se han hecho los españoles unos a otros para odiarse tanto?”, se duele un personaje de La velada en Benicarló, la última novela de don Manuel.

Mientras escribo, tengo en la pantalla del ordenador una imagen turbadora. Hasta donde yo sé, tal vez Azaña y Franco no estuvieron nunca tan cerca como en esta fotografía de Juan Cancelo tomada hacia 1932, en La Coruña. En ella Franco adelanta mucho la tripita bajo el fajín para inventarse la altivez marcial que no tiene, mientras estruja los guantes con la misma desgana con que lleva el bigote. Como la gorra le comprime las ideas de grandeza, estas se hacen viento y huyen por el confín derecho del encuadre. El futuro golpista las persigue con un reojo de amenaza que, en el fondo, le habría gustado destinar a Casares Quiroga, el ministro de Azaña con cara de reo de la Inquisición o de cadáver que no acaba de morirse, solo humanizado en su rigidez por la camisa blanquísima y el pañuelo que se le derrama en el bolsillo de la chaqueta. Azaña, por su parte, hace cuanto puede por salir bien en la foto, a pesar del traje mal planchado, a pesar de esa sonrisa blanduzca y como frustrada, e inclina el cuerpo para sugerir un dinamismo de monitor de aeróbic que malogra el duro sombrero que sostiene entre los dedos.

Esas derechas que cierran España a los demás compatriotas y después se tragan la llave

Este retrato lo hizo Juan Cancelo poco tiempo después de haberse reprimido el levantamiento del general Sanjurjo, jefe de la Guardia Civil. A Azaña le inquietaba más lo que Franco no había hecho que lo que no pudo hacer Sanjurjo. De modo que preparó un viaje oficial a La Coruña, acompañado de Casares Quiroga, para, astutamente, obligar a Franco a confirmar su lealtad al Gobierno y alejarlo así de los militares que cuestionaban la República. Franco no protegió a Sanjurjo por torponazo y llorandero: “No le defenderé porque usted se merece la muerte, no por haberse sublevado, sino por haber perdido”. En el discurso que Azaña pronunció en el Atlantic Hotel, donde Franco se había reunido con Sanjurjo por última vez, el político alcalaíno proclamó ante el militar ferrolano que la República seguía tan firme como el 14 de abril de 1931.

Se equivocaba a sabiendas. Ortega y Gasset en seguida había advertido las enormes dificultades que arrostraba el nuevo régimen. Se enfrentaba a la oligarquía económica, a los nacionalistas periféricos, a los terratenientes de mollera feudal, a los monárquicos de Abc y misa de una, a la Iglesia, a la aristocracia parasitaria y a un Ejército arrogante y enfermizo, demasiado dado a intervenir en política, y al que, ante cualquier reivindicación obrera, apoyaría la burguesía a cierra ojos.

Todos estos grupos de poder empezaron a conspirar al día siguiente de la proclamación de la República. Y no pararon hasta desestabilizarla. Desde pirómanos de ultraderecha infiltrados entre los obreros, a los que la prensa conservadora culpó en exclusiva de la quema de iglesias, hasta falangistas que disparaban desde los coches en marcha a los trabajadores de Cuatro Caminos. Socialistas, comunistas y anarquistas podían respirar satisfechos si solo recibían una bondadosa tunda de palos.

A la prensa de derechas le interesaba exagerar las respuestas obreras a las provocaciones falangistas para crear entre la población no solo el miedo al caos, sino el pavor a una amenaza bolchevique y legitimar así “la dictadura del sable”, el alzamiento militar que, supuestamente, restituiría el orden al país y preservaría con naftalina y mano dura las sagradas esencias de España: Dios, el subdesarrollo, los churros con chocolate.

Azaña amó profundamente nuestro país, al que por eso mismo quiso democratizar, culturizar, europeizar

Azaña amó profundamente nuestro país, al que por eso mismo quiso democratizar, culturizar, europeizar; pero el suyo no fue un patriotismo de sainete, entre lo kitsch y lo patológico, ni una teatralización de banderas que se cree sublime en su vulgaridad. Reservado y austero, a Azaña el poder no lo envaneció ni se enriqueció con él. Su partido se sufragaba cobrando entrada en los mítines. Famoso fue el que celebró en el campo de Comillas, en los alrededores de Madrid, el otoño de 1935. Casi medio millón de gente de toda España acudió a oírlo.

Azaña dedicó todos sus esfuerzos a construir un proyecto de Estado, a perseverar en la concordia —célebre es su “paz, piedad, perdón”— y a trabajar por el bien común; todo muy lejos de los cálculos partidistas de los políticos de hoy, a quienes más les valiera un poco menos de gesticulación y un poco más de azañaterapia.

No es cierto que Azaña destruyera la República, como sostiene algún historiador de aureola franquista, más franquista que historiador sin aureola. La República murió de idealismo, es decir, de incomprensión, que es de lo que mueren los grandes hombres en España, como don Quijote. Legitimidad del divorcio, reforma agraria — abusiva para los terratenientes e insuficiente para los jornaleros—, modernización del Ejército y subordinación de los militares al poder civil, enseñanza laica, separación de Iglesia y Estado, sufragio femenino, descentralización, etc. Aquello era demasiado para una España que, mentalmente, aún seguía llevando el miriñaque menopáusico del siglo XIX, a pesar de los “senos en libertad” en los teatros, las ráfagas de charlestón de los años 20 y los poemas ilegibles y dicharacheros al automóvil de Marinetti, el violento y estival publicista de Mussolini.

Azaña cometió errores, claro. Cerrar la Academia Militar de Zaragoza, que dirigía Franco, fue uno de ellos. Se ganó así su resentimiento de pedernal, ese que incuban los bajitos con bigote. Por otra parte, el asunto de Casas Viejas, aquella matanza de campesinos anarquistas a manos de la Guardia Civil y la Guardia de Asalto, le hizo mucho daño a la República. El Abc se relamía entrecomillando en portada una frase que Azaña jamás pronunció: “Ni heridos ni prisioneros. Los tiros, a la barriga”. En algo coincidieron la CNT y la ultraderecha: Azaña era el culpable de la masacre. Hoy está probado que el político no dio orden de reprimir a balazos la rebelión de los labriegos cenetistas. Aquello fue idea del capitán Manuel Rojas, algunos de cuyos defensores en el juicio, por cierto, se confabularon para asesinar a Azaña. El oficial fue condenado. Pero el daño a la República ya estaba hecho.

Anarquistas, comunistas, socialistas y obreristas comenzarían a mirar con suspicacia la República, a distanciarse de ella, a criticarla por camastrona, por insuficiente, por burguesa. Sorprendentemente, fueron ellos los que la defendieron con su sangre cuando la acorralaron los fusiles palurdos de Franco. Paradojas de España. O solo de la condición humana.