Cuanto más democrática es una sociedad es también más solidaria. Los conceptos de democracia y solidaridad se funden realmente en significados, si no iguales, como poco complementarios. Y es por eso, entre otras consideraciones probablemente, que los países con más historia y tradición democrática son los que más respetan el bien común y más se preocupan por lo que es público, es decir, lo que es de todos. En el polo opuesto, las sociedades con nula o escasa cultura democrática tienden a despreciar e incluso a destruir aquello que forma parte del patrimonio común.

Nuestra cultura democrática es realmente muy escasa. Venimos de un pasado histórico cruento en el que la tiranía, la crueldad y el abuso han sido sistemáticos e intensos, y venimos también de una dictadura excepcionalmente larga respecto del resto de dictaduras europeas del siglo XX. Ello explicaría en parte, además de otras muchas cosas, la escasísima educación democrática de la sociedad española; a poco que miremos a nuestro alrededor comprobamos que la gente suele aferrarse a su estrechísimo espacio personal y a no considerar como propio lo que es de todos. ​El civismo no nos caracteriza, precisamente; y estamos todos habituados a ver a diario mobiliario urbano roto, basura por el suelo, y mil maneras de desprecio o desatención de cualquier objeto o espacio público.

De tal manera que no nos resulta nada fácil comprometernos con el bien común, ni con cualquier causa de apoyo a algo que no sea exclusivamente de interés propio, ni defender algo que se perciba, erróneamente, como ajeno. Son actitudes que provienen de la inconsciencia, de la cerrazón y también de la ignorancia. Porque todo lo que nos rodea finalmente nos acaba repercutiendo a todos de manera irremediable. Ayudar a todos es la manera más inteligente, en realidad, de ayudarse a uno mismo. De la conducta de cada uno depende el destino de todos, decía Alejandro Magno, quien no es sospechoso de buenismo alguno.

Cada año se vierten al mar alrededor de 12 millones de toneladas de basura. La mayoría de ella son plásticos, sustancias no biodegradables que dañan intensamente a los océanos, a los animales y al planeta y, por supuesto, al ser humano; a día de hoy el plástico es uno de los más grandes contaminantes de los océanos y uno de los mayores causantes de muerte de muchas especies animales, marinas principalmente. Sólo en Europa, acaban cada año en los mares y océanos entre 150.000 y 500.000 toneladas de residuos tóxicos. Pero en total generamos sólo en el viejo continente 25 millones de toneladas de plástico, de las cuales se vierten en la UE alrededor de 300.000 toneladas de microplásticos en el medio ambiente, que no sólo a los animales, sino también afectan a la salud humana a través de la cadena alimentaria. Ya existen estudios científicos que muestran pequeñísimas partículas o microplásticos en el aire, en el agua (se han encontrado microplásticos en más del 80% de muestras de agua de todo el planeta) y en alimentos tan ampliamente usados como la sal de mesa.

Greenpeace lleva décadas denunciándolo y luchando por mejora una situación que ya es dramática. Las investigaciones de esta plataforma que lucha por el planeta vierten unos datos escalofriantes, incompatibles con ningún tipo de sostenibilidad: la producción de plásticos en 2020 se acercará a los 300 millones de toneladas anuales, casi un 1000 por cien más que en 1980. Las cifras son alarmantes. El reciclaje no es, ni de lejos, suficiente. Siendo optimistas se llega a reciclar menos del 30% de este material tóxico.

Es por eso que Greenpeace está llevando a cabo una campaña, Maldito plástico, de concienciación sobre la gravedad de este asunto, sobre todo a través de un informe que ha preparado para difundir información sobre el tema. Según apunta Greenpeace, la situación es tan crítica y el problema es de tal magnitud que es necesario con urgencia cambiar el modo de consumo de este material que, si bien ha sido útil en épocas pasadas y en consumos pequeños, a día de hoy es letal.

Ahora que se acercan nuevas elecciones municipales, autonómicas y europeas, es hora de votar en consecuencia. Las derechas y las extremas derechas niegan el cambio climático y el daño irreparable que los humanos estamos causando a la vida del planeta; les conviene, porque su único objetivo es el poder y el dinero. Pero todos, los que seamos mínimamente conscientes, estamos obligados a presionar y a exigir a los gobernantes que dejen ya de cerrar los ojos y que se impliquen en frenar la destrucción de la naturaleza y de la vida que contiene. Es vergonzoso que, mientras todo esto ocurre, por una simple compra en un supermercado acaben en el contendor de la basura varias decenas de envases de plástico, un asesino invisible que se ha convertido en uno de nuestros grandes enemigos, de nosotros y del planeta. Y cuidar del planeta y de la vida es, o debería ser, nuestra primera obligación moral.