Conservo algunos recuerdos muy nítidos del día de la muerte del dictador Francisco Franco, allá por 1975. Yo era una niña, pero noté que algo muy grave ocurría. Mi padre andaba inquieto, y mi madre, pegada a la pantalla de la televisión, medio lloraba; le pregunté qué pasaba, y me dijo: ha muerto Franco. Ante tal panorama no pude menos que sospechar que Franco era alguien realmente importante, como un semidiós. Para merecer tanta atención tenía que ser una persona excepcionalmente buena y maravillosa (mi mente infantil estaba muy equivocada). Mis padres eran franquistas, por educación y tradición familiar, y supongo que también por imposición, porque no ser franquista en España durante cuarenta años podía suponer la cárcel, el exilio o la muerte.

Entonces yo no sabía nada de historia, ni de política, ni sabía lo que es una dictadura, ni sabía de pensamiento único, ni de falta de libertad, ni de represión, ni de lavados de cerebro, ni de micro ni macro fascismos. Aunque, sin apenas ser consciente, percibía con claridad la negrura, el color gris del ambiente, las caras tristes, las penurias de todo tipo que pasaba mucha gente. Era todo como en blanco y negro. Aunque, afortunadamente, también me fui dando cuenta, poco a poco, de que existen algunas personas que nos iluminan, porque llevan el color y la luz dentro de ellas, como don Vicente, mi primer maestro, o como mi madre, quien visto en perspectiva creo que, en el fondo, siempre fue una maravillosa librepensadora.

La dictadura franquista, como suele decir el historiador Julián Casanova, fue una excepción en la Europa del siglo XX. Duró cuatro décadas, y dejó al país relegado al retraso respecto del resto de países europeos, que habían superado pronto los totalitarismos, y habían entrado en democracia varias décadas atrás. Imposible calificar lo que supuso el franquismo para España con otras palabras que no sean tragedia, desastre  y destrucción. Tras el golpe de Estado de Franco y la posterior dictadura, nuestro país, que había vivido una excepción democrática extraordinaria con la II República (que convirtió a España en el referente democrático del resto de la Europa de la época), quedó asolada, yerta, hundida, perdida, exterminada, paralizada y convertida en un desierto casi inhabitable para un buen número de españoles que se tenían que conformar con solamente sobrevivir entre pobreza y miseria. Miguel Delibes lo narró de manera extraordinaria en su conocida novela Los santos inocentes.

Para que fuera posible el golpe de Estado de 1936 y la posterior dictadura franquista hubo factores diversos que apuntaron en esa dirección: la Iglesia aliada, que consideró la guerra como una “santa cruzada” contra las “hordas rojas” (progresistas y demócratas), la connivencia de buena parte de las élites económicas y sociales y su rechazo a la democracia que instauró la República (voto femenino, laicidad, educación gratuita y universal, derecho a un salario mínimo, jornada laboral de ocho horas, y muchísimos logros más en las múltiples reformas que atajó, convirtiendo la Constitución de 1931 en un referente democrático, y en la inspiración de la posterior Carta Magna de los Derechos Humanos de 1948.

Una de las herramientas de las que se valieron los que se oponían a esos avances y a la modernización del país fueron los bulos. Entonces era la propaganda franquista, que desplegó una campaña de desprestigio, mentiras y acoso y derribo contra el gobierno legítimo (algo parecido a lo que ocurre ahora). No pararon en difundir difamaciones y canalladas, desde los medios y la prensa conservadora, las radios o los sermones en las iglesias (como ahora), hasta crispar, fanatizar y polarizar a la sociedad (como ahora también), con el objetivo de desprestigiar, denigrar y aniquilar a la República. Y así fue. Con una dictadura posterior que acabó con la democracia y trajo al país miseria y terror, cárceles llenas de presos políticos, y continuas ejecuciones hasta  el mismo 1975. En 1974 fue ejecutado con garrote vil el joven de 25 años Salvador Puig Antich. A pocas semanas de la muerte de Franco fueron asesinados otros cinco jóvenes antifascistas.

Han pasado cincuenta años de todo aquello, y el Gobierno español ha programado una serie de eventos, a lo largo de todo el año para celebrar ese cincuentenario de la muerte de Franco, y sobre todo para celebrar la democracia, y recordar democráticamente una historia muy reciente que las nuevas generaciones desconocen. Como no podía ser de otro modo, las reacciones contrarias de las derechas, herederas ideológicas del franquismo, no se han hecho esperar, en el tono que es fácil imaginar. Parafraseando al magistrado Joaquim Bosch, tras la muerte de Franco las derechas decían que era pronto para hablar de él, y ahora dicen que es demasiado tarde.

Me parece un gran acierto esta conmemoración que lo que pretende es recordar el terror del franquismo, que las nuevas generaciones no olviden que las consecuencias del fascismo son la parálisis, la miseria en todos los órdenes, y el horror; y, a la vez, recordar la historia, porque lo que se tapa no puede nunca sanar. Y pretende, muy especialmente, resignificar la democracia y sus valores, que, como el respeto, la tolerancia y la solidaridad, nos ayudan a avanzar hacia una sociedad más unida, más justa y más fraternal, que es lo que queremos casi todos. Si nos dejan.

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