Mariano Rajoy ha sido defendido, elogiado e incluso ensalzado por algunos analistas políticos por su inveterada tendencia a dejar que todos los problemas se resuelvan por sí solos, simplemente con el paso del tiempo. La característica principal de Rajoy como presidente del gobierno español ha sido la inacción, que sus partidarios más entusiastas se han esforzado en presentar como una inteligente administración de la agenda política. Y así hemos llegado hasta la situación actual, con la evidencia ya incuestionable de la podredumbre del PP en su conjunto.

Ocultar los problemas no contribuye nunca a resolverlos, antes al contrario, suele agravarlos. Incluso en el supuesto que Rajoy no haya sido partícipe y ni tan siquiera cómplice pasivo, que ya es mucho suponer, del cada vez más claro sistema de financiación irregular y de corrupción del partido que preside, su falta de reacción ante la interminable sucesión de escándalos ya judicializados y que afectan al PP tanto en su aparato central como en gran número de municipios y comunidades autónomas le convierte en el máximo responsable político de lo que ya más de un juez ha definido como “organización criminal”.

La tan elogiada administración del tiempo practicada por Rajoy ha quedado de nuevo en evidencia con el reciente 'caso Cifuentes', con un cúmulo incesante de despropósitos que han tenido la particularidad de evidenciar que los cuatro presidentes de la Comunidad de Madrid del PP -Alberto Ruiz Gallardón, Esperanza Aguirre, Ignacio González y Cristina Cifuente- han sido imputados o investigados por los tribunales de justicia por diversos casos de corrupción. Los llamados “fuegos amigos” han sido, en muchos de estos casos, puros y simples conductas propias de la mafia. La podredumbre del PP madrileño ha quedado más que demostrada, mientras Rajoy seguía sin mover ficha, a la espera de que las diversas bandas enfrentadas resolvieran sus conflictos con sus métodos habituales.

La inacción política de Rajoy ante una grave cuestión de Estado como es el gran órdago planteado por el independentismo catalán no ha hecho más que agravar este conflicto hasta unos límites insospechados: el PP, que en sus años de oposición a los gobiernos socialistas presididos por Rodríguez Zapatero no se cansó de repetir una y mil veces aquello de “España se rompe”, ha logrado, con su irresponsable inacción política y gracias a la inestimable colaboración de unos dirigentes del secesionismo catalán tanto o más irresponsables, a partir a la sociedad catalana en un espejo roto en mil pedazos y enfrentado al resto de España.

La sistemática judialización de los asuntos políticos como reflejo de la inacción a modo de respuesta a cualquier problema, tan escandalosa en el caso del conflicto de Cataluña pero con muchos otros ejemplos, le ha explotado ahora a Rajoy con las multitudinarias manifestaciones ciudadanas de rechazo ante la sentencia del “caso La Manada”. El ministro de Justicia se ha visto obligado a plantar cara, a desdecirse y a intentar sumarse a la indignación popular, aunque sea enfrentándose públicamente a la totalidad de jueces y fiscales, que han reaccionado de forma corporativa, como sucede siempre en estos casos. Era de prever: cuando se deja casi toda la acción política en manos de los tribunales de justicia, cuando un gobernante se refugia por sistema en la inacción porque no tiene el mínimo coraje ni la capacidad de enfrentarse desde la política a lo que son problemas políticos -tanto da que se trate de la configuración institucional y territorial del Estado, de la corrupción o de la necesaria adaptación de las leyes a los cambios sociales-, todo acaba saltando por los aires.

La podredumbre es evidente. Como lo es la gangrena. Dudo mucho que baste con la amputación de uno o más miembros. Tal vez toda esta inacción política sea el preludio de un más o menos próximo suicidio político asistido.