La cultura sigue siendo, a pesar del mal trato de la sociedad multimedia y la falta de brío de las instituciones y Ministerio en la aplicación de la ley de Propiedad Intelectual, un elemento cohesionador indispensable entre las orillas idiomáticas de nuestra lengua.  Esta semana, el pasado 6 de febrero, la estatua que el poeta Rubén Darío tiene en Madrid ha sido el punto central del homenaje que la embajada de Nicaragua en España rindió al también periodista y diplomático en el día que se cumple el 102 aniversario de su muerte. Tras una ofrenda floral a los pies del busto de Rubén Darío, erigido en la glorieta que también lleva su nombre, el director de la Real Academia Española, Darío Villanueva, ha glosado la figura del autor de “Azul…”. El embajador de Nicaragua, Carlos Midence, agradeció la presencia en el acto, entre otros, de embajadores, escritores o el director general de Casa de América, Santiago Miralles. Subrayó también "el pensamiento, las ideas y la revolución escritural que el poeta nicaragüense lideró", absoluto patrimonio de nuestra lengua y literatura tanto en España como en América.

Hace más de un siglo, un ilustre antepasado mío, Manuel Reina Montilla, poeta de Puente Genil, Córdoba, por cuyo nombre y apellido llevo yo el mío, tuvo dos visiones clarividentes. La primera, que la modernidad europea venía de París, en lo pictórico, en lo político, en lo filosófico y sobre todo en lo literario; la segunda que, perdida ya toda la pujanza del Imperio español, la única riqueza real que quedaba y crecería con los años sería la de la lengua, la del idioma y que ésta, sólo se entendería desde la multiplicación y el talento, desde la fuerza que al idioma castellano conferiría la otra orilla idiomática, América. Por estas dos razones, Manuel Reina, que participó en la restauración Borbónica, en el gobierno de España como miembro del consejo de la reina regente María Cristina de Habsburgo, y en los gobiernos de Sagasta y también de Maura, prestó toda su ayuda y recursos a favorecer el puente entre la vieja Europa y su capital cosmopolita, París, con el llamado Nuevo Continente, América, de donde estaba seguro vendría la renovación lingüística y literaria del español. No se equivocó. Nuestra lengua hoy es más rica y está más viva gracias a América, incluida aquella que el señor Trump pretende silenciar tras un muros vergonzoso, y que forma parte de los cimientos históricos y culturales de EEUU.

Reina Montilla fundó, con su influencia política y económica, una revista literaria y política fundamental para entender la filosofía, el pensamiento y la literatura del final del siglo XIX en España: “La Diana”. Consciente del poder que tenía el periodismo como género literario de masas, atrajo a esta publicación a grandes escritores europeos y españoles como Víctor Hugo, Benito Pérez Galdós, Salvador Rueda, Juan Valera, entre otros muchos, y escudriñó la literatura que se hacía en América con la certeza de que allí encontraría la renovación que necesitaba el idioma y la decadente literatura española de final del siglo XIX. Pronto se dio de bruces con la obra de un poeta nicaragüense, Rubén Darío, cuyo libro de poemas “Azul…”, causó una honda impresión en él, confirmando que sus intuiciones eran ciertas. Fue Manuel Reina quien comunica este descubrimiento a su íntimo amigo, el también cordobés Juan Valera, que pronto se entusiasma con Darío y escribe una encendida crítica sobre el fundamental libro de Rubén, que aunaba la tradición literaria clásica e hispánica, el cosmopolitismo francés, y la renovación de la lengua, la métrica y la poesía española. Lo demás es historia ya conocida sobre la biografía y la obra del maestro Rubén Darío, que ya sería coronado, con razón, como “el Príncipe de las Letras Castellanas”. Este particular es poco conocido, porque mi antepasado Manuel Reina, a pesar de su desahogada posición económica y de su influencia política, fue senador, diputado, miembro de la Real Academia de la Lengua e incluso Gobernador Civil de Cádiz, además de quien tuvo la idea de crear la Real Academia Hispano Americana de Ciencias, Artes y Letras de Cádiz que llevaría a término su amigo el escritor Eduardo de Ory, no ambicionaba los reconocimientos. Su deseo era construir puentes y apostar por el talento de los otros.  No todos correspondieron a esta generosidad y en sus últimos años, mi antepasado sufrió enormemente por la ingratitud de muchos, que para Cervantes debía ser considerado “un pecado capital” y el desengaño de otros. Sin embargo, Rubén Darío no olvidó nunca el afecto y el respeto de este poeta y político español, que adivinó en él su grandeza antes que otros la destacaran y, por esa razón, le dedicó elogiosas palabras en sus libros “Prosas Profanas” y en su ensayo “La Poesía española Finisecular”. Pero donde el maestro Darío mostró su verdadero agradecimiento por mi antepasado fue en la poesía, dedicándole un largo poema con el nombre del mismo, “Manuel Reina” en el que dice: “Tiene España poetas inspirados/que le dan honra y prez. La fama lleva/sus nombres por el mundo, y sus acentos/resuenan deleitando en todas partes…

Este fragmento da cuenta de que Darío en su grandeza personal e intelectual no olvidó nunca el reconocimiento de aquel poeta, al que se considera por su agudeza, a la vez el impulsor del Modernismo que crearía indiscutiblemente Rubén, y el más claro ejemplo de la poesía Parnasiana española. Uno de los sueños no cumplidos de mi pariente fue el de viajar a la Nicaragua de Darío, descubrir sus paisajes, sus gentes, sus tradiciones, y la fuerza renovada del idioma que le deslumbró en los versos de este gran poeta. La tristeza de la muerte de su amada y, como hemos dicho, la decepción y traiciones de algunos de sus contemporáneos, que no de Rubén Darío, que siempre agradeció los gestos  de mi antepasado, frustraron su deseo de conocer esa América, esa Nicaragua que le hizo enamorarse de nuevo de su lengua, al encontrar en ella, el idioma de Cervantes revivido.

Uno de los primeros intelectuales en comprender esto, junto con mi antepasado, fue el nicaragüense Rubén Darío, padre del movimiento modernista, verdadero constructor, a través del idioma, de más puentes y espacios de progreso de los que muchos arquitectos serían capaces. Este cosmopolita escritor y periodista, hablaba con clarividencia de la lengua, suya y nuestra, como una realidad identitaria, en su libro “Viaje a Nicaragua”. Advertía en 1898, recién perdidas las últimas colonias españolas de Cuba y Filipinas, de cómo la lengua, refiriéndose a la inglesa frente a la española, era también una forma de colonialismo, de dominio cultural. Tenía razón, también en esto.

Resulta muy emocionante para mí que, más de un siglo ya desde la muerte del genial escritor Rubén Darío, y de estas relaciones de amistad e intelectualidad  entre mi pariente y el titánico escritor que hoy celebramos, yo cumpla, en cierto sentido con la corresponsalía de su amistad a la recíproca, y con el deseo frustrado de conocer la tierra de Rubén, su Nicaragua, patria de la Poesía, florecida todavía hoy en maestros indispensables como Ernesto Cardenal, o Gioconda Belli.  No olvidar en Madrid, de la mano del embajador nicaragüense la importante presencia de Rubén Darío, su implicación en su tiempo, en nuestra política y cultura, que era también la política de Nicaragua y América, es nuestra obligación. También es un ejemplo para el mundo, y para el nuestro, empeñado en descoserse en nacionalismos decimonónicos,  que en este país, Nicaragua, se rinda tributo a la lengua española, ya más suya que mía, nuestra,  a la literatura, y honores de estado a un escritor fundamental como es Rubén Darío.