Poco o nada importa cuál fue el número real de manifestantes de esta Diada. Esto es ya simple anécdota. Lo categórico, lo que en verdad importa y es trascendente es que, por sexto año consecutivo, un gran número de ciudadanos de Cataluña de toda edad y condición –sin duda, centenares de miles- se han manifestado a favor de la independencia. Lo han hecho, además, de forma ordenada y pacífica, sin ni una sola muestra de violencia física –otra cosa muy distinta es la violencia verbal, con un número nada despreciable de episodios condenables.

Si pasamos, pues, de la anécdota a la categoría, por fuerza tenemos que concluir que nos encontramos ante un auténtico problema de Estado, tal vez con el más importante reto político, institucional y social con que España se ha enfrentado después de la recuperación de la democracia, esto es desde hace ya más de cuarenta años de convivencia libre, ordenada y pacífica.

Estoy convencido que, si pudiésemos volver a atrás, tanto Mariano Rajoy como la práctica totalidad de la actual dirigencia del PP no se embarcaría ahora en aquella inmisericorde campaña de agitación que, con el único objetivo partidista de deteriorar la imagen pública de José Luis Rodríguez Zapatero, de su Gobierno y del PSOE, se basó en la pura y simple catalanofobia, instrumentalizó de forma torticera al Tribunal Constitucional y por fin logró reducir casi a la nada el nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña previamente aprobado por las Cortes Generales y refrendado por la ciudadanía catalana.

Aquellos polvos trajeron estos lodos. Unos lodos que no son solo un gran barrizal sino que sitúan a todo nuestro sistema democrático y de convivencia ordenada y pacífica ante una situación límite.

Está claro que aquella gravísima irresponsabilidad política del PP, con Rajoy al frente, tuvo su respuesta en una irresponsabilidad política similar por parte del movimiento secesionista catalán, primero con Artur Mas al frente, luego con Carles Puigdemont como líder, siempre con Oriol Junqueras a su lado y puesto de perfil, con la CUP como cómplice imprescindible y todavía mucho más irresponsable.

A menos de tres semanas de la cita del 1-O, con la convocatoria de un referéndum ilegal y ya ilegalizado en marcha, poco o nada importa el número real de manifestantes de esta Diada. Lo trascendente, lo categórico es que ha sido una celebración que ha reflejado a la perfección la profunda y tal vez irreparable fractura que existe en la sociedad catalana, además de habernos demostrado a todos que, como ya advirtió en su momento el entonces presidente de la Generalitat José Montilla, existe en Cataluña una notable desafección respecto al proyecto político español común.

Ante una situación de tamaña gravedad, se impone sin duda la firme defensa de la legalidad constitucional y democrática. Pero esta defensa no puede ser arbitraria ni, menos todavía, solo judicial o policial. Esta defensa debe ser eminentemente política, de llamada a la concordia y a la reconciliación, de recuperación de aquellos consensos básicos que nos han permitido vivir el más largo periodo de toda nuestra historia común en paz y en libertad, en democracia.

Quedan solo menos de veinte días para el 1-O. Tal vez sea solo una mera quimera, pero me agradaría que en este tiempo tan breve se iniciase finalmente un diálogo que nos permitiera llegar al necesario acuerdo que, entonces sí, debería ser ratificado en un referéndum legal y acordado.

Mientras, no obstante, me quedo con algunas imágenes inquietantes. Por parte del PP y de gran parte de sus voceros mediáticos, un menosprecio altanero y reiterado al conjunto de los centenares de miles de manifestantes de esta Diada. Por parte del secesionismo, los insultos y las descalificaciones públicas a Miquel Iceta y a otros dirigentes constitucionalistas mientras se vitoreaba a un exterrorista como Arnaldo Otegi, o la significativa quema de banderas tanto de España y Francia como de la Unión Europea por parte de jóvenes de la CUP.