Los momentos en los que te das cuenta de que algo están cambiando deben tener un nombre específico en algún idioma complejo. Como el alemán. Algo así como el deja vú francés, pero echándole una ojeada en el futuro para comprobar que, efectivamente, todo va a cambiar. Que ya están cambiando cosas. Encima, las estás cambiando tú misma. Lentamente. Los necios lo llaman madurar. Pero madurar es relativo, incuantificable y, definitivamente, ridículo. Si lo pensamos tranquilamente probablemente no seamos capaces de definir correctamente en qué consiste madurar.

Nuevas costumbres

Pero sí que hay algo que dan los años. O eso suponemos. El ser humano es un animal de costumbres y, sin embargo, no mantenemos ninguna más allá de una generación. Un buen día te levantas y te ha caído una década encima; entonces, lentamente, dejas la leche por el café, los parques por las terrazas bien avenidas de tu barrio y, en cuanto te despistas, te estás pidiendo un cortado y contando los gramos de azúcar que caen en el líquido, como has visto hacer cientos de veces a esas señoras mayores que tanto distaban de ti. Te gentrificas a ti mismo. A eso es lo que llamamos madurar. Cambiamos nuestras costumbres sencillas por nuevas cada vez más caras. Escalamos socialmente en función del cambio de nuestras costumbres. De repente, estás en una terraza de sillas metalizadas, con tu cortado en un vaso pequeño, discutiendo sobre los alquileres locos de Barcelona y tienes el ya mencionado deja vú a la inversa, en el que te das cuenta de que ya no hay vuelta atrás. Te ha pillado la edad de morros. Y te la comes con patatas.

La crisis de la que nadie habla

Es ofensivo hablar de la crisis de edad de los 20. Del crack del cambio de década. Se ofenden los mayores, por supuesto. Con su perspectiva histórica vital tan dañina, en la que solo piensan en todo lo que pudo ser y en la energía de ser joven. Pero, definitivamente, una se somete a ese crack en los 20. Aprendemos a pagar facturas, vemos a nuestros amigos casarse y, cómo no, dejamos el café con leche por el cortado, porque la leche se vuelve indigesta. Y porque el cortado es más maduro, tal vez. Nos topamos de bruces con esa temible madurez y nuestras ambiciones cambian, al igual que las relaciones y que cualquier cosa que se te pueda ocurrir. Un día estás en una de esas mencionadas terrazas y de repente de das cuenta que eso que ahora es constumbre, un tiempo no tan atrás era impensable. Pero que lo prefieres, realmente estás bien ahí. Revisas tu DNI, en acto poético, y realmente es innegable que los 20 han llegado plenamente. Si lo hablas con un adulto dirá, restándole importancia, que estás madurando. Si lo hablas con tus amigos se encogerán de hombros. El deja vú invertido persistirá. Seguirá la gentrificación personal. Todo empieza con una pareja, un buen vino, tal vez. El mundo a tu alrededor cada vez más adulto, con hijos, con trabajo, con pareja, con triunfos y caídas. Madurando, aparentemente. Pero vuelves a mirar el cortado que te has pedido, aun pretendiendo que solo bebes un café al día, y después de remover con la cucharita ridículamente pequeña, bebes mirando a toda esa gente que te acompaña y que, irremediablemente, también pasa por lo mismo que tú. En silencio, en paz, mientras los otros siguen hablando de los alquileres locos de Barcelona. La verdad, hay que reconocerlo, es que sí que te gusta ese café. Sí que tienes nuevas ambiciones. Sí que todo cambia. Aunque un Peter Pan grite en la oreja derecha que crecer es malo. No, no lo es. La edad nos pilla, para mal pero sobre todo para bien. Y la crisis de los 20 es fantástica. Que vivan los cortados.   Imagen de Pixabay en CC