No es casualidad que la mayoría de los puestos y trabajos con poca visibilidad estén desempeñados por mujeres. El reciente informe global, Women Matter, ha concluido que las mujeres solo ocupan el 9% de los cargos de dirección general frente al 91% de hombres. Poniendo el foco sobre España, el estudio refleja que las mujeres tienen menos probabilidades de alcanzar mayores niveles de antigüedad y de ascensos que los hombres, especialmente en cargos superiores. Algunos dirán que esas estadísticas y cifras están manidas o manipuladas, pero lo cierto es que representan una realidad concreta y palpable.

Empieza a provocar un insoportable hastío el hecho de que las mujeres estén relegadas a puestos de poca visibilidad y sin ningún crédito. Comienza a ser preocupante también que muchas de ellas se sientan cómodas solo en esos lugares donde no se las ve, llegando incluso a enorgullecerse de que solo quede su trabajo, el resultado final. Sin firma, sin ningún rastro de autoría. Este hecho se puede ver en la “feminización” de algunos trabajos: ellas, en su mayoría, son secretarias, recepcionistas o, como máximo, directoras de recursos humanos o de comunicación y ellos son los CEOs y los presidentes de las compañías; ellas camareras y ellos chefs; ellas azafatas y ellos pilotos. Cuesta ver a una mujer convertida en la cabeza visible y con poder de su compañía y también es difícil encontrar a una mujer que cobre lo mismo que uno de sus compañeros con el mismo cargo. Es más, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) calcula que las mujeres cobran un 20% menos que los hombres en todo el mundo.

Otro de los casos más evidentes es el que protagonizan las organizadoras de eventos, que se dedican a colocar hasta la última servilleta de un color elegido a medida para la ocasión. Ellas serán las mismas que, una vez se enciendan las luces de la conferencia o el congreso en cuestión, se esconderán cerca de las cortinas a vigilar que todo va como tiene que ir, que el ponente A está respetando el turno del ponente B y que al ponente C no se le ven las pantorrillas por encima de su calcetín. Un calcetín perfectamente tejido, con unos bordados hechos a mano, por una mujer, en alguna fábrica de Bangladesh, donde la industria textil explota en su gran mayoría a las mujeres. Toda una escena desarrollada en un salón impoluto que ha sido previamente limpiado, por una o dos mujeres.

El ojo humano puede ver cómo un evento de inauguración está cuidado al detalle y cómo un calcetín se ajusta a la pierna y a la vida del hombre triunfador, que pisa con fuerza un suelo brillante y encerado. Una sucesión de resultados finales en los que el trabajo desarrollado previamente es imperceptible, porque es invisible. Desafortunadamente, a menudo las mujeres tampoco se sienten en derecho de reclamar su labor ni de reivindicarse, ya que no hay nada más incómodo para la sociedad que una mujer que sabe lo que vale. Una consciencia que será incómoda incluso para ella misma.

Las personas que sufren el síndrome del impostor son aquellas que no se sienten capacitadas para desarrollar el trabajo que les han encomendado, no se sienten jamás a la altura y creen que no son lo suficientemente competentes. Según un estudio británico encargado por el Access Commercial Finance, ellas tienen un 18% más de posibilidades de experimentar este síndrome que ellos y según una investigación estadounidense de la Universidad de Cincinnati, el 66% de las mujeres lo han experimentado en algún momento de sus vidas. No es de extrañar que la mayoría de las mujeres sientan que no valen o no son suficiente, si en muchos ámbitos y ocasiones no se reconoce ni se valora su trabajo.

Es más, este síndrome podría llegar a ser una herramienta femenina para protegerse y prepararse, ya que a muchas mujeres que están dispuestas a reivindicar su valía les resulta complicado encontrar una oferta laboral que les satisfaga, o unos beneficios y salarios equiparados a sus compañeros del mismo sexo que desarrollan las mismas funciones. En nuestro propio país, según el último informe de Global Gender Gap 2022, la brecha salarial de género es del 28,21%.

Además, una mujer con ambición y ganas de probarse a sí misma tendrá pocos referentes en los consejos de administración y en puestos directivos, pues en un lugar como España solo poco más de un tercio de los puestos directivos son mujeres, siendo encima uno de los países que mejor estadísticas tiene de Europa en este sentido.

Lo peor, finalmente, es que una mujer con talento, que quiera disfrutar de su trabajo en el mundo laboral, tendrá que ver cómo las personas con poder intentarán regatearle siempre a la baja el precio de sus servicios. Un hecho que le dolerá aún más cuando compruebe que las pocas mujeres que han conseguido hacerse con un puesto directivo o de gran responsabilidad prefieren rodearse de hombres, como ya hizo Margaret Thatcher con su gabinete de ministros en el que solo cabían varones.

Este texto no pretende desanimar a las mujeres y llevarlas a la resignación para evitar la frustración. Todo lo contrario. Pretende que se sientan comprendidas y que entiendan que no deberían sentirse culpables por sufrir el síndrome del impostor en alguna ocasión, ya que es la propia experiencia la que les lleva a ello. Serán solo la resistencia de las mujeres y la sororidad en la contratación y en las dinámicas laborales los que pueden llevar a abrir grietas en el conocido “techo de cristal”.