Pese a que las previsiones económicas globales no son tan pesimistas, las amenazas de una nueva recesión internacional se acrecientan a medida que se van ofreciendo indicadores económicos. La guerra comercial entre Estados Unidos y China, que lleva ya dos años larvada, está afectando a la capacidad de Alemania de exportar hacia uno de sus grandes mercados, llevando a su economía a un crecimiento negativo por segunda vez en cuatro trimestres. Esta debilidad arrastra al conjunto de la Eurozona y también a España, que cumple las previsiones pero que amenaza con empeorarlas de cara a los años 2020 y 2021.

Los malos indicadores tienden a asustar a los inversores, que actúan con fuerte aversión al riesgo y se refugian en valores seguros, haciendo caer las bolsas y amplificando los efectos económicos del miedo, como tan bien describieron Shiller y Akerloff en “Animal Spirits”.

Todavía no es oficial, pero casi todo el mundo lo tiene como un escenario más que probable: España puede enfrentarse a una nueva recesión antes de lo que se esperaba. Este escenario no es un destino inexorable: el ciclo económico de la eurozona no está totalmente acoplado y lo que hoy puede parecer una recesión casi segura puede terminar pasando por una desaceleración temporal. En cualquier caso, conviene preguntarse sobre el grado de uso de las herramientas que tenemos en la actualidad para hacer frente a una posible recesión.

Comenzando por la política fiscal, España tiene, en realidad, poco margen para realizar un estímulo fiscal vía bajada de impuestos o subida de los gastos. Aunque hemos salido del Procedimiento de Déficit Excesivo, España mantiene un déficit estructural muy elevado, de un 3%, y hay que tener en cuenta que una posible recesión activaría los estabilizadores automáticos, con lo que, sin tomar ninguna decisión adicional de gasto o ingresos, el déficit público empeoraría. Un descuadre fiscal del tamaño del vivido en los años 2009 o 2010 llevaría a la deuda pública española a cifras de cerca del 110% del PIB, una cifra muy elevada pero todavía lejos de las cifras de Italia. Los bajos tipos de interés actuales permitirían, probablemente, asimilar el coste adicional que supondría este incremento de deuda, pero amplificaría los riesgos a medio y largo plazo.

En materia de política monetaria, poco hay que decir: el Banco Central Europeo mantiene los tipos de interés en negativo, arrastrando al Euribor en su camino, y proporcionando toda la liquidez posible al mercado. Sólo una reanudación del QE podría tener efectos de reactivación, en un contexto en el que el Banco Central Europeo mantiene hoy un balance que es hoy el doble del existente en 2015 y tres veces el existente antes de la crisis.  La política monetaria ha mantenido un escenario extraordinariamente favorable para el crecimiento de la economía y los precios, sin haber logrado realmente ninguna de las dos cosas. España se ha favorecido en gran medida de esta política, facilitando la reducción del coste de su deuda e impulsando la inversión, pero sería difícil que un nuevo impulso monetario tuviera el efecto que tuvo en estos años pasados. Afortunadamente, el nivel de endeudamiento del sector privado ha bajado mucho durante esta década y esa es una buena noticia, que moderaría los efectos negativos de una probable recesión.

Vistos los dos bloques fundamentales de política macroeconómica, cabe preguntarse por los efectos que podría tener una política de reformas estructurales. Pero la política de reformas no suele tener efectos a corto plazo, sino que su impacto en la economía se produce, fundamentalmente, en las condiciones de crecimiento a largo plazo. Además, realizar reformas de calado puede tener efectos recesivos a corto plazo, motivo por el cual se suele preferir realizar estas reformas en los períodos de crecimiento económico.

Una nueva recesión podría llevar a la tentación de profundizar -que no de revertir- en los efectos de la reforma laboral de 2012, buscando un ajuste de precios para mantener los niveles de empleo. Los resultados en los salarios de la crisis de 2008 y de la reforma laboral de 2012 ha sido tan profunda durante gran parte de la última década que es poco probable que los efectos puedan repetirse: las rentas salariales perdieron peso en la distribución de la renta y los salarios de entrada en el mercado laboral son hoy más bajos que en 2008. Los efectos sobre la situación de la población más vulnerable serían tremendos, en un contexto en el que la desigualdad económica no termina de remitir.

En conclusión, la llegada de una nueva recesión dejaría a España con un marco muy limitado de actuación. Es probable que podamos recurrir a cierto estímulo fiscal, subvencionado de algún modo por la ultra laxa política monetaria del Banco Central Europeo, pero el margen se agota ahí si hablamos de una recaída corta. Podríamos tener más y mejores opciones si durante estos años de bonanza hubiéramos tenido una política económica activa en materia de reformas.

De darse el caso de una nueva recesión, la necesidad de una respuesta coordinada en el marco de la Eurozona sería, quizá, la única respuesta realmente efectiva. Quizá debiéramos entonces romper algunos de los dogmas que han marcado la política económica de los últimos años, como abrir la puerta a una posible monetización de la deuda pública, que ha dejado de ser un anatema para convertirse en una opción remota, pero de una necesaria reconsideración, si se hace pensando en inversiones que incrementen la productividad y la sostenibilidad a largo plazo.

En cualquier caso, quizá no deberíamos esperar pasivamente a que las cosas se estropeen todavía más. Que España se enfrente al último trimestre de 2019 sin gobierno, y que arranque, más que previsiblemente, el año 2020 con unos presupuestos prorrogados desde 2018, sería la peor manera de prepararse para la tormenta. Sin embargo, parece que vamos de cabeza a esta situación. No aprendemos.