Andamos ávidos de significados. Se multiplican las columnas de opinión que señalan la necesidad de ofrecer un proyecto de país, de ciudad o de Unión Europea, una idea sobre la que concitar nuestras esperanzas y nuestros esfuerzos. De hecho, el surgimiento de la ultraderecha y del nacionalismo es, de alguna manera, presentado como una respuesta a ese vacío de significados que, al parecer, ha dejado la izquierda entre sus votantes de clase trabajadora. La capacidad del populismo nacionalista para gobernar las relaciones económicas y sociales ha sido, a lo largo de la historia, nefasta para el desempeño económico, incluyendo no pocos disparates y promesas inalcanzables, señalando enemigos imaginarios y garantizando una vida sencilla, pero más pobre -en todos los términos- para las personas que no pueden, saben o quieren aceptar la complejidad de las sociedades avanzadas como las nuestras.

La teoría económica, bien al contrario, señala que es precisamente en la complejidad donde se generan las oportunidades para la innovación y el crecimiento económico. En un libro de 2016, Cesar Hidalgo, del MIT (“El triunfo de la información”, Debate, 2016) daba carta de naturaleza a esa idea al señalar que es precisamente la generación de complejidad económica la fuente de la riqueza y la prosperidad. La historia del desarrollo económico es la historia del incremento de la sofisticación en nuestras relaciones económicas y sociales, basadas en la especialización y en el intercambio. Y sin embargo, según avanzamos en esta complejidad, más requerimos de grandes narrativas que otorguen un sentido a lo que ocurre a nuestro alrededor. La Agenda 2030 es justo eso, una gran narrativa de hacia donde podemos avanzar.

Aprobada en 2015 por la Asamblea General de Naciones Unidas, la Agenda 2030 integra 17 Objetivos y 169 metas dirigidas a promover un desarrollo humano sostenible basado en los principios de la promoción de la prosperidad, la protección del planeta, el respeto y la atención de las personas y la generación de un contexto de paz y cooperación internacional. España se ha comprometido con estos objetivos a través de la elaboración del Plan de Acción 2018-2020, presentado en Naciones Unidas en Julio del pasado año, fecha desde la que contamos también con un Alto Comisionado para la Agenda 2030, bajo dependencia directa del presidente del gobierno.

Así, España ha venido dando pasos importantes en la integración de la agenda en nuestro marco económico y social. Las empresas más conscientes han hecho suya la causa y están integrando los ODS en el marco de sus estrategias de medio y largo plazo, y la sociedad civil se está organizando para ofrecer un diálogo exigente y franco para la consecución de estos objetivos.

Si se examina la agenda, encontrará rápidamente en ella los ejes de actuación que deberían guiar los próximos años de nuestro país: la lucha contra las desigualdades, la promoción de empleo de calidad y de una economía innovadora, la mitigación del cambio climático y la transición energética, la protección de nuestro entorno natural y la construcción de instituciones democráticas, transparentes y eficaces. Un set de objetivos y políticas que bien podría conformar un auténtico proyecto en el que las fuerzas políticas y sociales se reconociesen, más allá de las cuitas que los entretienen a diario en las redes sociales.

Con el objetivo de avanzar en esta dirección, esta semana tiene lugar en Soria el segundo encuentro Think Europe 2030, en el que poderes locales, centros de estudio, organizaciones sociales e instituciones internacionales se congregarán por segundo año consecutivo para examinar los retos y avances en la implementación en España y la Unión Europea de la Agenda de Desarrollo Sostenible, desde una perspectiva basada en la pluralidad y en el compromiso con la sostenibilidad social y ambiental.  

Las razones para insistir en esta agenda no son baladíes ni se corresponden con ningún tipo de buenismo: la Unión Europea está amenazada con no pocos problemas, derivados de la desigualdad económica, la insostenibilidad ambiental y la falta de crecimiento económico robusto. La Agenda 2030 no contiene soluciones mágicas a nuestros problemas, pero sí ofrece un marco sistemático desde donde abordarlos, desde una lógica de no dejar a nadie atrás en el camino. Si somos capaces de politizar y operativizar su implementación, de situar los Objetivos de Desarrollo Sostenible en el centro de la agenda ciudadana y las políticas públicas, habremos avanzado, y mucho, en la consecución de un proyecto para nuestras ciudades, nuestro país y para la Unión Europea. Un proyecto por el que merece la pena movilizarse y avanzar.

En un contexto en el que los partidos políticos se esfuerzan por llamar la atención del votante con nimiedades y medias verdades que se evaporan en las redes sociales en pocas horas, poner el rumbo hacia un horizonte a largo plazo, en el que responder a los retos sociales, económicos y ambientales de nuestra sociedad es un imperativo. Sin este foco en el largo plazo, no hay proyecto de país, ni capacidad de concitar nuevas mayorías sociales. Sabemos que el crecimiento económico depende, a largo plazo, de la calidad de las instituciones y las políticas vinculadas a las mismas. Si seguimos sin afrontar los retos que tenemos pendientes, seguiremos dando vueltas sobre nosotros mismos, y construiremos el contexto óptimo para el crecimiento de la intolerancia, la sinrazón y el reduccionismo vital y social que representan los proyectos nacionalistas y populistas que nos acechan. Pero si, por el contrario, queremos construir un proyecto justo, eficiente y sostenible de país, con la mira puesta en el medio y largo plazo los Objetivos de Desarrollo Sostenible son un buen punto de partida.