La jornada de cuatro días se ha convertido en el penúltimo caballo de batalla para que los partidos políticos de la izquierda marquen sus diferencias en vez de sus puntos de encuentro. Su duración ha sido tan efímera como la siguiente polémica, vinculada al crecimiento del Salario Mínimo Interprofesional. De esta manera, las propuestas se suceden unas detrás de otras sin prácticamente dejar tiempo a madurarse, intentando generar cierto revuelo hasta la siguiente idea. Este modo de hacer las cosas corre el riesgo de enviar al congelador ideas de manera prematura, sin dejar que se investiguen y se trabajen en profundidad, se evalúen sus resultados y se delibere sobre su implementación.

La idea de reducir la jornada de 5 a 4 días no es nueva: los intentos por reducir la jornada laboral se remontan a los años ochenta, cuando los sindicados comenzaron a plantear la necesidad de reducir la jornada laboral a 35 horas sin reducción de salario. En los años noventa, la idea volvió a surgir con fuerza con la campaña de Izquierda Unida por el reparto del trabajo, y donde se lanzó una iniciativa legislativa popular para establecer las 35 horas, cosa que sí ocurrió en el caso de Francia, que en 1995, y bajo el mandato de Lionel Jospín en un gobierno de coalición con el Partido Comunista Francés, el PCF, se instauró por ley la jornada de 35 horas. En otras palabras: la idea no es nueva, ni mucho menos. Sin embargo, los resultados obtenidos no han sido todo lo positivos que pudiera parecer. Si bien a nivel de firmas, algunas empresas han reportado ganancias de productividad y mejoras en el bienestar de los trabajadores, la implementación por ley de estas reducciones de jornada laboral no siempre han salido bien, y de hecho, en el caso de Francia, la tendencia a la reducción de la jornada laboral se revirtió pasados los primeros años.

Mirando en términos históricos, lo cierto es que la jornada laboral se ha reducido muy poco en los últimos 100 años. Mientras que las economías desarrolladas han multiplicado su PIB por cinco, la jornada laboral apenas se ha reducido un 20%, de manera que las ganancias de productividad se han distribuido fundamentalmente a través de los salarios, y no tanto a través del tiempo de trabajo. Por lo tanto, tarde o temprano quizá llegue el momento de plantearse esta reducción de semana laboral, no tanto por la necesidad de repartir el trabajo -el trabajo no es una cifra fija que se deba repartir- sino por la conveniencia de buscar un mayor equilibrio en el reparto de las ganancias de productividad generadas por la revolución digital. Desde este punto de vista, la reducción de la jornada laboral constituye un ejercicio de innovación para la productividad, esto es: aquellas empresas que se consideren adecuadamente preparadas, podrán distribuir sus ganancias de productividad reduciendo la jornada laboral y atrayendo talento con una política de recursos humanos más ventajosa. Aquellas que no se lo puedan permitir, se encontrarán en desventaja en el mercado.

Así, la reducción de la semana laboral a cuatro días forma parte de la política de innovación, y como tal debe ser entendida. La iniciativa de la Generalitat Valenciana de apoyar iniciativas piloto de empresas que apuesten por poner en marcha esta medida debe ir acompañada por una adecuada evaluación para conocer sus resultados y examinar la posibilidad de escalar la iniciativa. Este es, desde el momento en el que nos encontramos, el mejor modo de trasladar la iniciativa a la realidad.

La peor manera de hacerlo es entender que la reducción de la jornada laboral es un modo de generar empleo por la vía del reparto del mismo, y que debería establecerse de manera obligatoria por ley. Ni el empleo es una cantidad fija que se puede repartir, ni todas las empresas están preparadas para dar ese salto, ni todos los sectores podrían encajar esa reducción de jornada, y, desde luego, no se crearía empleo nuevo, sino que probablemente se destruiría.

En definitiva, la iniciativa de la semana laboral de cuatro días debería ser explorada, investigada, y evaluada, generando experiencias positivas y dejando a las empresas que avancen en su implementación en función de sus propias realidades productivas, antes de imponerla por ley sin haber evaluado sus verdaderos resultados. Tristemente, todo paree indicar que la idea, que ha sido agitada durante unas semanas en los medios de comunicación, va a quedar aparcada para desviar la atención hacia nuevas propuestas. Bien al contrario, se debería tomar en serio la iniciativa y poner en marcha los marcos necesarios para ir experimentando y aprendiendo cómo la medida puede contribuir a mejorar la productividad de nuestras empresas, sin imposiciones prematuras, pero con interés en cómo se desarrollan los pilotos, y cómo se puede extender al conjunto de la economía en los próximos años.