Cualquier persona que se haya interesado por la innovación empresarial habrá oído hablar de Clayton Christiansen, profesor de la Universidad de Harvard y autor de uno de los libros más leídos sobre el particular: “El Dilema del Innovador”, recientemente reeditado en castellano. Christiansen nos dejó prematuramente hace poco tiempo, pero antes de morir le dio tiempo a publicar “La paradoja de la innovación”, un libro donde conecta su pasión por la innovación con los desafíos sociales y económicos de los países en desarrollo. El libro está bien titulado porque según su posición, lo que debe hacer un país para mejorar la calidad de vida de sus ciudadanos es, paradójicamente, establecer como una prioridad nacional la innovación. Esta paradoja está bien confirmada por la teoría económica sobre el crecimiento: es la innovación y el progreso tecnológico el factor fundamental que hace crecer una economía y la prepara para asumir los retos más importantes que tiene por delante. Si queremos un país más sostenible, más justo y más próspero, el motor de ese avance es la innovación. Si, además, queremos un país más autónomo y con menor dependencia estratégica, lo que debemos hacer es mejorar nuestro ecosistema de innovación.

España no destaca particularmente en este ámbito. Pese a los avances en los últimos años, y de acuerdo con el Innovation Scoreboard de la Comisión Europea, España se sitúa entre los innovadores “moderados”, con cierto progreso en los últimos años pero por detrás de la media europea y separándose de los países punteros. España destina un 1,43% de su PIB a invertir en I+D, y una cifra similar en innovación empresarial, tanto tecnológica como organizativa. El problema que tenemos no es únicamente de uso de fondos, sino de arquitectura de nuestro ecosistema de innovación. España tiene un importante desarrollo estratégico tanto desde el punto de vista nacional como desde las diferentes comunidades autónomas, pero, a la hora de la verdad, nuestro sistema no termina de funcionar.

España debería marcarse un objetivo ambicioso para mejorar notablemente su desempeño innovador en los próximos años. Las prioridades deberían establecerse en todos los ámbitos relativos a nuestro ecosistema de innovación, desde el compromiso político y la arquitectura del sistema, hasta la sensibilización de la opinión pública.

Así, España debería recuperar el consenso sobre los objetivos de su política de innovación, renovando un gran acuerdo de Estado, pero también reforzando la arquitectura del sistema, con una nueva Comisión Delegada sobre Innovación y reforzando la cooperación territorial con las Comunidades Autónomas.

La seguridad jurídica es otro de los aspectos clave de nuestro sistema de innovación. La reciente ley de Ciencia, Tecnología e Innovación podría reforzarse con una nueva regulación sobre innovación empresarial y una definición clara, unívoca y precisa de lo que es una empresa innovadora, algo que, a fecha de hoy, no termina de estar claro en nuestro sistema. Otros aspectos regulatorios, como las ventanillas únicas, el establecimiento de procedimientos estandarizados y la definición a priori de las actividades de innovación podría facilitar mucho la inversión de las empresas.

En tercer lugar, la financiación es clave, aun sabiendo que no lo es todo. Nuestro sistema de incentivos fiscales a la innovación y las bonificaciones para la contratación de personal investigador podrían ser más ambiciosos: España no destaca particularmente ni en su cuantía ni en su eficiencia, como ya revisó la AIReF y la comisión de expertos sobre la reforma tributaria. Hay mucho que mejorar en este ámbito, también en lo relativo a los instrumentos existentes. España, por ejemplo, se encuentra también lejos de la extensión de la Compra Pública Innovadora, de manera que su uso generalizado está todavía muy lejos de ser logrado. Este tema es especialmente relevante con los fondos Next Generation encima de la mesa y con las nuevas orientaciones del Green Deal Industrial de la Unión Europea.

En cuarto lugar, España debe reforzar su ecosistema de innovación y facilitar la cooperación entre los diferentes agentes y la transferencia del conocimiento. España acaba de presentar un magnífico plan de transferencia del conocimiento científico que debe ser activado y ejecutado con decisión, algo que lamentablemente no depende únicamente del Ministerio de Ciencia e Innovación. Los incentivos para mejorar la cooperación entre los actores, como los Sexenios de Transferencia, deberían ser amplificados.

Finalmente, hace falta una apuesta decidida por situar la ciencia, la tecnología y la innovación en el centro del debate público. La educación para la innovación y la ciencia, la sensibilización y la apertura de los retos de la ciencia, la tecnología y la innovación a la opinión pública es uno de nuestros grandes desafíos. El CSIC está haciendo importantes avances en este ámbito, con materiales audiovisuales y publicaciones de gran calidad, pero queda todavía mucho por hacer.

Si activamos estas palancas, podemos plantearnos objetivos muy ambiciosos, pero realistas, para los próximos años. La innovación, la ciencia y el desarrollo tecnológico no son un adorno, ni mucho menos un obstáculo o un enemigo (como a veces se ha pretendido presentar de una manera totalmente irresponsable), sino el motor del progreso social, económico y personal. Es esta un debate mucho más relevante para nuestro futuro que muchos debates estériles a los que, lamentablemente, asistiremos. Preguntar a los candidatos sobre su posición respecto de estos temas debería ser absolutamente obligatorio, y ellos deberían sentirse compelidos a establecer claramente si creen en el papel de la ciencia, la tecnología y la innovación y, si es así, qué piensan hacer para hacer honor a sus convicciones.