De acuerdo con la Encuesta de Población Activa, en España se hacen, cada semana, un total de tres millones de horas extras no pagadas, lo cual representa el 0,47% de todas las horas trabajadas por los asalariados en España en una semana -atendiendo a los datos de contabilidad nacional del primer trimestre de 2019-, afectando a alrededor del 2% de la población asalariada. Los sectores donde se concentran estas horas son el comercio y la hostelería, que suponen aproximadamente el 40% de las horas extras no cobradas. Se trata de trabajos poco cualificados, con bajos salarios y con una alta tasa de temporalidad vinculada a la estacionalidad de dichas actividades, que basan la actividad laboral en la atención al público.

Las cifras que se barajan de horas extras no pagadas suponen un importante incremento respecto de los números previos a la crisis. En otras palabras, la crisis económica y la desigual recuperación ha incrementado la precariedad de estos puestos que, basados en la atención al público, suponen una parte importante de nuestra población activa.

El tiempo de trabajo es un elemento esencial de las regulaciones del empleo. La historia nos dice que gran parte de los conflictos laborales de la historia han venido relacionados con la fijación de la jornada laboral: los mártires de Chicago, que dieron lugar a la fecha del primero de mayo como día internacional de los trabajadores, luchaban por la jornada laboral de 8 horas diarias allá por 1886. En España, la jornada laboral viene reconocida por el Estatuto de los Trabajadores en su artículo 34.1, estableciendo como jornada máxima la jornada laboral de 8 horas, con la posibilidad de realizar horas extras que deben ser pagadas o compensadas con descanso, hasta un máximo de 80 horas al año.

Es evidente que en algunos sectores se realizan abusos, unos, fruto de la sobreexplotación de los trabajadores, otros como incentivos a la autoexplotación, como es el caso de los servicios financieros como la banca de inversión o algunos servicios profesionales, que esperan que sus trabajadores -generalmente muy bien pagados- facturen hasta 2000 horas de trabajo a los clientes, bien por encima de la jornada laboral máxima en España, para poder acceder a cuantiosos bonus.

La evolución de la economía digital abre además nuevas posibilidades. En un número creciente de empleos basados en el conocimiento, los trabajadores no desconectan en ningún momento del día, bien porque están recibiendo mensajes, bien porque los están escribiendo, están leyendo o accediendo a una información relevante para el trabajo, asistiendo a un taller o conferencia, o terminando un informe en casa. Si se trata de freelances cualificados, el nivel de autoexplotación y dedicación puede superar en gran medida las ocho horas diarias, con una distribución muy irregular. La flexibilidad y la autonomía en la gestión del trabajo, que forman parte del nuevo paradigma de trabajo basado en el conocimiento, se enfrenta a la necesidad de mantener una jornada que no sea asfixiante.

La decisión de registrar obligatoriamente la jornada laboral, que ha entrado en vigor el pasado día 12, es sin embargo una decisión que tiene luces y sombras. La medida sin duda protegerá a los sectores más afectados por el recurso a las horas extras no pagadas, como el comercio y la hostelería, donde la materia fundamental es el tiempo de atención al público. Pero en los sectores basados en el conocimiento puede no tener los efectos deseados. En gran parte de las empresas más avanzadas, es el trabajador el soberano sobre su jornada laboral, decidiendo sobre cuándo, cuánto y cómo trabaja. El resultado es, en muchos casos, una jornada laboral difusa: estar “en la oficina” no significa necesariamente estar trabajando, y estar trabajando no necesariamente significa estar “en la oficina”. La digitalización y los teléfonos móviles nos permiten atender asuntos personales, darnos un respiro, o atender las redes sociales en la oficina, y al mismo tiempo, nos llevan a atender asuntos profesionales fuera de la misma. De hecho, el reto en estos sectores es ofrecer herramientas a los trabajadores para fortalecer sus capacidades de gestionar su propia jornada, para que sean ellos, y no los proyectos, quienes manden en su agenda, y ofrecer la flexibilidad, los recursos y la cultura corporativa basada en la confianza necesaria para que las jornadas no se conviertan en una autoexplotación permanente.

En este contexto, el establecimiento de un control horario estricto puede tener un efecto contraproducente sobre esa soberanía del trabajador, al incrementar necesariamente el control del empresario sobre la productividad horaria y sobre el tiempo de trabajo. Lo que es bueno para defender los derechos de sectores donde la autonomía del trabajador es muy pequeña puede ser contraproducente en los sectores donde lo que se lleva años promoviendo es la soberanía del empleado sobre su propio tiempo, cuando lo importante son los objetivos. La flexibilidad horaria y la soberanía del trabajador sobre su jornada no debe suponer una excusa o una pantalla para la explotación, pero será difícil que en estos tipos de trabajo el control de la jornada laboral tal y como se ha establecido sea la mejor fórmula para atajar ese problema. Quizá tengamos que pensar en otros modelos.