Hace fortuna en la opinión pública, fundamentalmente a través de las redes sociales, donde los filtros no existen ni se pasa más control de calidad que las respuestas y apoyos de los seguidores que cada uno tenga, que España tiene un sector público que asfixia el crecimiento económico y la prosperidad del país. Es un discurso importado de los sectores más conservadores de Estados Unidos, que, en los años 80, de la mano de Ronald Reagan, señalaron que el gobierno era el problema y no la solución. Como perspectiva, está totalmente desacreditada por la teoría económica y por la evidencia, pero dado que los objetivos son estrictamente propagandísticos, y por lo tanto, inmunes a la realidad, no de pierde ocasión de trasladar un mensaje erróneo y pernicioso.

Así, se traslada hasta la saciedad el mensaje de que el sector público -y las personas que trabajan en el mismo- son “sostenidas” por los trabajadores del sector privado el cual, dado que sólo recoge a un 35.4% de la población total del país, trabaja para “mantener” la economía nacional. Es un enfoque profundamente erróneo e interesado. La generación de valor es un proceso social: los profesores del sistema educativo y universitario forman a los trabajadores que luego incrementan su productividad, los jueces y la policía garantizan el necesario imperio de la ley y la seguridad ciudadana, las obras públicas y su mantenimiento garantizan la existencia de infraestructuras públicas que permiten al circulación de las mercancías, las regulaciones e inversiones públicas permiten corregir fallos de mercado como las externalidades, la información asimétrica o problemas de selección adversa. En definitiva, en las sociedades avanzadas, la existencia de un sector público es absolutamente imprescindible para garantizar la prosperidad económica. Adicionalmente, el papel del sector público para corregir las desigualdades es imposible de soslayar. Transmitir la idea de que los trabajadores públicos no añaden valor y, por lo tanto, son unos mantenidos, es un grave error cuya única justificación es propagandística.

Sabiendo por lo tanto que la existencia del sector público es esencial para el desarrollo de una economía de mercado, cabe preguntarse entonces cuál es el tamaño del sector público que debemos considerar óptimo. En España, alrededor del 35,4% de la población total trabaja en el sector privado, lo cual podría indicarnos la existencia de un sector privado demasiado pequeño para “sostener” un sector público demasiado grande y una población dependiente demasiado abundante. Pero las cifras desmienten esa realidad: medido como porcentaje de la población total, los trabajadores del sector privado en España se sitúan en una posición intermedia, con países con un mayor porcentaje -Alemania, con un 44,0% de la población- y con menor porcentajes (con Finlandia, Noruega o Suecia por debajo, con un 34%, o incluso Francia, con un 31%). En otras palabras: el sector privado en España, al menos medido en porcentaje de población que trabaja en el mismo, no es más pequeño que en otros países de referencia. Si queremos preocuparnos por algo, no debería ser por su tamaño, sino por su productividad.

¿Significa esto que podemos tener el tamaño del sector público que deseemos? Bien se podría decir que si España pasara del actual 16% de empleo público al 30% que mantiene Noruega, estaríamos en pleno empleo. Pero esta ilusoria afirmación nos situaría en el otro extremo de espectro de ilusiones económicas perniciosas. La evidencia empírica sobre el impacto del tamaño del gobierno en el crecimiento económico no es nítida si solo tenemos en cuenta estos aspectos cuantitativos. Aunque no falta evidencia en sentido contrario, buena parte de los estudios que han analizado la relación entre el tamaño del sector público y el crecimiento ha mostrado que gobiernos demasiado grandes suelen incidir negativamente en el crecimiento a largo plazo, con una relación con forma de U invertida, de manera que pasado un óptimo de tamaño, el impacto en el crecimiento comenzaba a ser negativo (es la denominada curva de Armey, concepto que nos recuerda a la tan controvertida curva de Laffer). Pero la evidencia no es, en absoluto, concluyente: recientes estudios han analizado la literatura económica existente, señalando que los resultados podrían ser diferentes si se cambiaran los métodos de estimación, los años de medición o el ámbito geográfico. Así, la visión tradicional de que el tamaño del estado es negativa para el crecimiento económico no sólo nunca se ha sostenido con claridad en la evidencia, sino que ha sido, además, recientemente desafiada por estudios como el desarrollado por Churchill, Yes y Ugu, o el desarrollado por Nyasha y Odhiambo, que señalan que la relación más directa entre crecimiento económico y tamaño del gobierno es una relación bidireccional donde la endogeneidad es la norma y no la excepción. En otras palabras, que el tamaño del estado no parece tener una relación directa y unívoca con el crecimiento económico, sino que se influyen mutuamente, y que dicha relación depende en gran medida del contexto histórico e institucional en el que se produce.

De esta manera, lo que sí que recoge con cierta claridad la evidencia empírica es que el impacto del tamaño del gobierno en el crecimiento depende también de la composición del gasto público -más beneficioso para el crecimiento en el caso de las inversiones públicas, menos en el caso del gasto público-, la composición de los ingresos -menos distorsión en los impuestos al consumo, más en los impuestos a la renta-, la calidad de las instituciones -a mayor calidad de las instituciones, menor impacto del tamaño del gobierno en el crecimiento- y el grado de liberalización de la economía de mercado -a mayor liberalización, menor impacto del gobierno en el crecimiento.

En definitiva, la evidencia reciente y los análisis más modernos señalan que más que el tamaño, lo relevante para el crecimiento económico es la calidad del gobierno, la composición de sus gastos e ingresos y la ausencia de corrupción, como bien nos plantearon Acemoglu y Robinson en “Por qué Fracasan los Países” (y cuyas conclusiones extienden en su última obra, “El Pasillo Estrecho”).

España no tiene un problema por un sector público desproporcionado ni por un sector privado minúsculo. De hecho, su sector público es pequeño en comparación con el promedio de la Unión Europea, y su sector privado -medido en términos de empleo sobre el total de la población- se sitúa en los tramos intermedios de los países de referencia. El problema de España, es la productividad, para lo cual, necesitamos sin duda una importante reforma tanto del desempeño económico del sector público como del sector privado. La Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal está desarrollando nuestro propio programa de eficiencia del gasto público, tras el malogrado esfuerzo de la Agencia de Evaluación de Políticas, eliminada por el gobierno del PP. Las Comunidades Autónomas están poniendo en marcha numerosas iniciativas de evaluación de políticas públicas, como la Catalana Ivalua.

En conclusión: No podemos afirmar que el tamaño del gobierno en España sea un problema. Ni la evidencia empírica recogida por la literatura lo muestra con claridad ni los datos comparados con otros países de referencia nos invitan a esa conclusión. El problema es la calidad de las políticas públicas, su impacto y eficiencia, y una relación adecuada con el sector privado.