Durante la pasada campaña electoral, la oposición no dejó de repetir que el presidente del gobierno, Pedro Sánchez, ocultaba a los españoles la inminencia de una crisis económica, estableciendo además un paralelo entre la situación de 2019 y la de 2008. El objetivo no era otro que socavar el voto dirigido al partido del gobierno, y, se entiende, incrementar el suyo propio. Han pasado ya las elecciones y pese a las dificultades para lograr la investidura, cabe preguntarse hasta que punto esta afirmación de situaciones paralelas tiene algún sentido.

Comenzando por el ciclo económico, en 2007 España llevaba 14 años de crecimiento ininterrumpido, con una tasa de crecimiento real del PIB del 3,8% (4,2% en 2006) Esta cifra contrasta con las logradas en el actual ciclo económico, cuyo pico de crecimiento económico se alcanzó en 2015 con un 3,7% del PIB. En otras palabras, el crecimiento económico del actual ciclo es sustancialmente menor que el logrado en el ciclo previo a la crisis, con la consiguiente diferencia en materia de creación de empleo. En 2007, el desempleo en España se situaba en su mínimo desde el inicio de la democracia, con un 8%, algo más de la mitad de la que experimentamos en estos momentos, que se sitúa en el 13,8%. España, sí, crecía, generaba empleo y aumentaba el optimismo en nuestro futuro, con una economía recalentada que mostraba una inflación del 2,78% de promedio, aproximadamente el doble que en la actualidad.

Frente a aquellos datos que llamaban al optimismo, se situaban también los indicadores más serios de riesgo macroeconómico. En 2007, el déficit exterior de España se situaba en el 10% del PIB, y la deuda externa neta se situaba en el 80% del PIB. En la actualidad, y desde el año 2013, España tiene superávit exterior -una de las pocas consecuencias positivas del ajuste- y mantiene una posición deudora internacional similar a la de 2007, pero con una composición muy diferente -si eliminamos de la ecuación lo que el Banco de España debe al Eurosistema en la ejecución de la política monetaria, la situación mejora considerablemente. Hoy nuestro sector exterior, de momento, no es una fuente de acumulación de desequilibrios como lo fue en el pasado.

Lo mismo se podría plantear con la deuda privada. Hoy las empresas y las familias acumulan mucha menos deuda que en 2007, con un proceso de desapalancamiento que ha significado 20 punto de reducción en el caso de los hogares y 30 puntos en el caso de las empresas. Hoy el sector privado debe mucho menos dinero que en 2007, pero el sector público ha aumentado en 60 puntos su deuda respecto al PIB, fruto de los déficits públicos acumulados durante la crisis y posterior recuperación.

El precio de los activos inmobiliarios, el factor que hizo estallar la crisis en 2008, ha sido motivo de preocupación durante esta recuperación. Si bien los precios de algunos distritos se encuentran próximos a los de la crisis, los índices generales señalan que los precios tardarán todavía un poco en alcanzar los niveles previos. En materia de participación de sector de la construcción en el PIB, que en 2007 se situaba en el 10%, en 2018 se situaba en el 5,9%, todavía muy lejos de los mejores años de la burbuja inmobiliaria.

En conclusión: en 2007 la economía española mantenía una serie de datos -alto crecimiento, alta inflación, alto endeudamiento interno y externo, alto déficit exterior- que nos hacían pensar que estaba en fase de fuerte recalentamiento. En 2019, España crece menos y tiene todavía un alto desempleo, pero indicadores como la inflación, el nivel de endeudamiento privado y el superávit exterior nos indican que todavía tenemos recorrido antes de que nuestra economía se recaliente, o, lo que es lo mismo: en 2007 estábamos al final de un largo ciclo macroeconómico, ahora estamos en medio del mismo. El ciclo de 1994-2007 fue extraordinariamente largo y robusto en términos de crecimiento, el actual es mucho más frágil y afectado por factores como el deterioro del comercio internacional o la ausencia de confianza inversora -que se materializa en una demanda extraordinariamente alta de la deuda pública, incluida la nuestra- amenazando su viabilidad a largo plazo. Sin duda tarde o temprano llegará una recesión, pero los datos indican que no parece que vaya a ser este año, salvo que los riesgos políticos asociados a la administración Trump -guerra comercial en China y guerra militar en el Golfo- se materialicen de manera intensa, afectando al comercio internacional y al precio del petróleo.

¿Significa esto que debemos respirar aliviados y seguir nuestro camino? En absoluto. España sigue manteniendo importantes desequilibrios como el déficit público, el alto desempleo y la alta desigualdad, a la que tiene que hacer frente con una política fiscal más sólida -no es de recibo que se haya pasado la primera parte del ciclo económico sin ser capaces de reducir significativamente la deuda pública- una política de reformas de mercado dirigida a mejorar la competitividad y el valor añadido de nuestra producción para generar empleo de calidad, y una política de redistribución digna de tal nombre. Estas deberían ser las tareas del nuevo gobierno, a juicio de todos los analistas y de los organismos internacionales: consolidación fiscal, reformas de mercado y lucha contra la desigualdad. Ojalá se pudiera contar con un amplio consenso para desarrollar esta agenda. No lo parece.