En el año 2008, se produjo en España una novedad en materia de marketing electoral: por primera vez, los portavoces económicos de los principales partidos con opciones de gobierno, el PSOE y el PP, tuvieron la ocasión de debatir en televisión sobre sus diferentes propuestas en materia de política económica. De esta manera, Pizarro y Solbes compartieron plató buscando seducir al público sobre su visión y sus programas económicos. Tras las elecciones, en 2010 Pizarro dejó su escaño, mientras que Solbes había abandonado el gobierno un año antes.

Desde ese momento, la incorporación de los “gurús” económicos a las plantillas de los partidos políticos no ha dejado de incrementarse. Las noticias sobre los equipos económicos de unos y otros candidatos ha sido materia de análisis, interés y debate público, con presentaciones de programas -como el que desarrollaron Juan Torres y Vicenç Navarro para Podemos-, fichaje de personalidades de reconocido prestigio, como Luis Garicano en Ciudadanos, o de renombre público, como Daniel Lacalle para el PP, o puesta en marcha de consejos asesores con destacados profesionales -como Jordi Sevilla, Ángel Ubide y Maurici Lucena en el primer PSOE de Pedro Sánchez. El baile de profesionales de la disciplina por los partidos políticos ha llevado a probar las mieles y las hieles a otros destacados economistas como Conthe, Sebastián (pionero en la movilización de intelligentsia económica en torno a un candidato, a través del grupo “Economistas 2004” con José Luis Rodriguez Zapatero) o José Carlos Diez, así como favorecer la aparición para el gran público de una nueva generación de buenos profesionales, como Dani Fuentes, Nacho Álvarez o Toni Roldán.

La nómina no se acaba aquí, y podríamos señalar que existen numerosos grupos de economistas que, agrupados en torno a diferentes instituciones, están también presentes en el debate público de una manera muy determinante, como FEDEA y su spin off “Nada es Gratis”, Economistas Frente a la Crisis, o el Foro de Economía Progresista liderado por Manuel Escudero. No falta materia gris que piense las políticas económicas de nuestro país y que contribuya a las mismas.

Sin embargo, lo que es bueno en tiempo de guerra -de campaña electoral- puede no serlo tanto en tiempo de paz. Muchos de los nombrados ya no están “en política”. A los economistas que dieron el paso a la política, no les suele gustar permanecer mucho tiempo en la oposición -buena parte de ellos terminan dejando sus escaños y dedicándose al sector privado o volviendo a la academia- y son pocos los que, una vez alcanzado el poder, han tenido un peso protagónico clave en el desarrollo de la política económica posterior. Las razones para esta “desconexión” pueden ser múltiples, y, aunque no están plenamente delimitadas, existen algunas causas que podrían ser puestas como hipótesis de partida.

La primera de ella, explorada en su momento por Paul Krugman en su libro Vendedores de prosperidad, es que el lenguaje de los economistas y el de los políticos no es exactamente compatible. Dicen que los políticos exigen datos y los técnicos se resisten a proporcionar algo más que rangos, y puede que en esa frase se condense parte de la dificultad de entendimiento. El político tiene que tomar decisiones y ofrecer confianza, mientras que la palabra más utilizada en el análisis económico es “depende”. Demasiados “depende” para ganarse la confianza de quien tiene que tomar decisiones en un contexto de polarización y de presión mediática. Como todas las realidades sociales, la economía no está exenta de complejidad e incertidumbre y los economistas -particularmente los académicos- suelen tenerla muy presente en sus análisis, algo que un político en la era del Twitter no se puede permitir tan alegremente.

La segunda hipótesis es la existencia de un importante diferencial entre la economía académica y la política económica realmente existente. Gregory Mankiw, neokeynesiano republicano, escribió en su magnífico -aunque ya algo antiguo- artículo “los economistas como científicos y como ingenieros” que el instrumental teórico de la disciplina es utilizado, en realidad, de manera muy limitada en el caso de la política económica. Los modelos económicos son sólo una pieza más de la receta final, en muchos casos son modelos anticuados o muy simplificados, y el peso de otros factores, como las relaciones de poder, la orientación ideológica o el contexto pesan mucho más que la propia relación de variables económicas. Esto hace que el valor que puede ofrecer un economista académico en la gestión de la política económica esté por debajo de lo que puede aportar en la academia, para desesperación y desánimo de muchos de los que han probado suerte. Un corolario a esta hipótesis es la tendencia que suelen tener los equipos económicos de los partidos a entenderse mejor entre ellos de lo que lo hacen sus correligionarios. Porque uno puede pensar que el gobierno traiciona o no a España sentándose con Torra, pero es muy difícil disentir de manera tan grave sobre aspectos fundamentales de la política económica, sobre todo entre economistas que comparten visiones dentro de la denominada “corriente principal” de la disciplina. 

Y la tercera hipótesis es la necesidad de diferentes perfiles en el gobierno y la oposición. Dijo Pedro Sánchez que un ministro de economía no puede ser alguien “quemado” en los debates públicos o las redes sociales. Necesita de una credibilidad que difícilmente aguantaría en el contexto abrasivo en el que nos movemos ahora. Puede sufrir un desgaste durante su acción de gobierno, pero no puede llegar desgastado debido a una excesiva visibilidad. Afortunadamente, España tiene un importante elenco de economistas con alta preparación, tanto en la academia como -y particularmente- en los cuerpos funcionariales no sólo en España -como los técnicos comerciales y economistas del estado, o los economistas titulados del Banco de España- sino también en la Comisión Europea, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o los bancos centrales de otros países. Economistas, muchos de ellos y de ellas, desconocidos para el gran público. Los principales cuadros de nuestra política económica reciente han salido de estas fuentes y sólo de manera marginal y excepcional de las columnas de opinión de los medios de comunicación y de los debates televisivos.

Esta dinámica tiene sus efectos perversos: si los que debaten públicamente sobre la política económica no son los que luego las gestionan y diseñan, el nivel de acuerdos está muy por debajo del que sería posible. Cualquiera que haya estado en las entrañas de la política económica sabe bien que el acuerdo entre los equipos económicos de los diferentes partidos es mucho mayor del que se evidencia en la opinión pública y que sus debates, cuando estos se sitúan en torno a la toma en consideración de las opciones de política económica, son mucho más enriquecedores de lo que pudiera parecer en los medios de comunicación.

No es de extrañar que gran parte de los economistas que se asoman a la política terminen con cierta desazón. Tienen que aprender que sus herramientas son sólo una parte de la ecuación, y no siempre la más importante. Pero sus líderes de filas deben saber que, sin esas herramientas, sus programas de gobierno van a ser infinitamente más frágiles e inconsistentes. España ha logrado, en los últimos años, un nivel de reflexión sobre el futuro de nuestra economía que está erosionándose rápidamente a medida que la crisis remite y la polarización política se incrementa. Estamos a tiempo de corregir esta perniciosa tendencia a la degradación del debate público. Porque nuestros problemas de fondo -baja productividad, gran desigualdad, desequilibrios acumulados- siguen estando presentes y más pronto que tarde habrá que hacerlos frente.