Comienza el curso económico con noticias mixtas sobre la evolución de los precios y la actividad económica. Mientras los precios han crecido entre julio y agosto, lo hicieron en menor ritmo de la subida de agosto de 2021, de manera que la inflación interanual se moderó durante el mes, con perspectivas de cierta ralentización de los precios en lo que queda de año. Las expectativas avanzan hacia una inflación que, durante el conjunto de 2022, se sitúe alrededor del 8%, por debajo de la actual, pero todavía muy por encima de las primeras previsiones del año, que hablaban de un episodio persistente, pero transitorio (transitorio, pero persistente) de inflación vinculada, en aquel momento, a los cuellos de botella generados por la reactivación económica tras el parón pandémico. La guerra de Ucrania y la crisis de suministro de gas natural han terminado por desacreditar todas las previsiones para 2022, que terminará con una alta subida de precios, un crecimiento bastante menor del esperado, y una desaceleración en la creación de empleo.

Se saben dos cosas cuando se entra en una guerra: que no se sabe cuando va a acabar, y que suele ir bastante peor de lo esperado. Ambas premisas se han vuelto a cumplir en esa situación, y el coste que está pagando Europa por apoyar a Ucrania es ya lo suficientemente alto como para que Rusia pueda jugar a contar con la “fatiga ciudadana” como algo que juega a su favor. Si el enfado de las clases medias se mantiene por la pérdida de poder adquisitivo, y sigue encima de la mesa la amenaza de cortes y racionamientos durante el invierno, la situación se puede complicar mucho en términos sociales. Los bancos centrales, reunidos hace unos días en Jackson Hole en Estados Unidos, compartieron sus ideas de hacer subir los tipos lo suficiente como para mitigar las subidas de precios, aun a sabiendas de que la razón principal de estas subidas no se encuentra en una economía recalentada por los estímulos, sino en un choque de oferta debido a los altos precios de la energía. Lo saben perfectamente pero deben actuar antes de que la inflación se descontrole y se convierta en estructural, algo que ocurrió en los años 70 y que termino con picos de inflación del 20% y tipos de interés que llegaron al 19%.

Lo terrible de la situación es que el desempeño económico depende poco de la política económica y mucho de la geopolítica de la guerra, y, además, es un frente bélico desde que Putin decidió la invasión: primero, reduciendo el suministro de gas, luego cortándolo periódicamente, y ahora planeando suspenderlo totalmente. Las sanciones europeas hacia Rusia también forman parte de este frente, en el que la capacidad de aguante de la población va a ser clave.

Por todos estos motivos es esencial buscar, sin descanso, un pacto social que permita distribuir los costes de la guerra de manera equitativa. Pese al buen verano y la alta ocupación hotelera, España sigue viviendo los efectos de la guerra y ahora que el frío se aproxima, las cosas pueden recrudecerse. Recordemos: nunca sabemos cuándo acaba y siempre suele ir peor de lo esperado.

Por esto mismo, porque ya tenemos suficientes problemas a los que enfrentarnos, resulta estúpido y malintencionado buscar más donde no los hay. La ejecución de los fondos Next Generation está avanzando y, una vez que constatamos que no son un instrumento de estímulo contracíclico, lo que tenemos que hacer es gastarlos bien, no gastarlos rápido. Las críticas a la lentitud de su ejecución no se corresponden con la realidad: somos uno de los países más adelantados en su ejecución. Tampoco debería preocuparnos una eventual crisis de deuda. El Banco Central Europeo, con el instrumento de protección a la transmisión de la política monetaria, va a ejercer como prestamista de último recurso. Los mercados lo saben y por eso la prima de riesgo está a niveles de 2019. Los derivados de crédito de la deuda  española (Credit Default Swaps) cotizan a bajo precio y la probabilidad implícita de un default español está por debajo del 1%. En otras palabras, ni el Banco Central, ni la Comisión Europea, ni el FMI, ni siquiera los mercados financieros, anticipan dificultades para que España siga financiándose en los mercados y para que haga frente al servicio de su deuda, la cual, por cierto, ha caído durante el último año -sorpresa- del 122% al 117% del PIB, según datos del Banco de España. De la misma manera, es posible que el crecimiento económico se estanque o incluso que se contraiga durante este trimestre -los indicadores adelantados de tercer trimestre así lo señalan- pero tras el crecimiento del primer y segundo trimestre, es poco probable que España viva una recesión profunda en lo que queda de 2022.

En definitiva, España tiene importantes retos por delante, y haríamos mal en subestimarlos, pero tan pernicioso como subestimarlos es inventarse problemas donde no los hay, con el único objetivo de dibujar un escenario dantesco que no se corresponde con la realidad. Vienen tiempos complicados donde la recuperación del poder adquisitivo de los salarios, la realización de reformas estructurales, y el reparto de los costes de la crisis -que a juicio de quien escribe deberían ser repartidos entre salarios, márgenes y también rentas públicas- van a exigir la mayor de las inteligencias colectivas y la mayor de nuestras voluntades de acuerdo. Quien siga empeñado en ofrecer soluciones ilusorias a problemas inexistentes estará haciendo un flaco favor a nuestro país.