Los grandes pensadores ya le están dando al majín de cómo será el mundo después del Covid-19. Teorías de todo tipo en una realidad aséptica sin besos, sin abrazos, sin cercanía física. Desaparición del dinero metálico, más controles, aún, en los viajes, incremento exponencial del consumo por Internet, etcétera, etcétera. Pero uno de los pensamientos que tiene más posibilidades de ser realidad es el de la desglobalización de las economías. No total, por supuesto, pero dando pasos atrás respecto a lo que ha imperado en los últimos años.

Cualquiera que se atreviera a cuestionar la globalización era tachado de intervencionista, proteccionista y en el espectro político se le situaba en la extrema derecha o en la extrema izquierda. Después de más de 30 años ejerciendo el periodismo económico he comprendido que no hay que tragarse todas las tendencias que se presumen beneficiosas e imposibles de domeñar. El culto al beneficio empresarial me ha parecido siempre una mala moda que, ahora, empieza tímidamente a revertirse, como abrazar la globalización a calzón quitado me parecía poco recomendable para la economía española.

España es uno de los países del mundo con las fronteras más abiertas. Ha habido, como en otras tantas cuestiones, un quijotismo de ser los primeros y apuntarnos a llevar esa bandera. La crisis del Covid-19 ha evidenciado que no solo España, sino que muchos países de la Unión Europea tienen una dependencia excesiva de la producción china. Realmente paradigmática la relativa a la producción de medicamentos, aunque se produce en otras muchas áreas donde el gigante asiático tiene el monopolio de producción del mundo, eso sí, powered by EE UU o UE.

Muchas veces, la diferencia entre producir en Estados Unidos, Europa o China no era la supervivencia de la compañía por muchos que no cuenten, sino inflar aún más las cuentas de resultados con generosos bonos para los directivos y mayores dividendos para los accionistas.

Esta España abierta totalmente al mundo ha sufrido de manera muy especial. El textil, el calzado, la fabricación de muebles…, actividades de mano de obra intensiva que podrían realizarse más barato en países asiáticos, aunque aquí fuera comparativamente mucho más asequible que en otras zonas europeas. Como consecuencia, o desaparición de esos miles de puestos de trabajo o llevarlos a la economía sumergida. Hablo con conocimiento de cientos de pueblos que se han quedado sin actividad fabril por unos céntimos menos por pieza confeccionada. Eso es economía real y no discurso de Escuela de Negocios.

En otras zonas de Europa más desarrolladas se podían permitir ese lujo con años produciendo bienes y servicios de mayor valor añadido que el nuestro. Algo posible con unos programas educativos que contrastan con nuestro liderazgo en el fracaso escolar. Es decir, la población no está capacitada para hacer trabajos más especializados y los empleos en mano de obra intensiva se llevan a otros países. Una ecuación siniestra.

Tampoco el capital español ha hecho una apuesta decidida por la mejora tecnológica. Aquí las grandes cifras se mueven en el mundo de los antiguos monopolios como eléctricas y energéticas o las telecomunicaciones. Igualmente, la omnipresente construcción se presenta como uno de los pilares de nuestra economía. Eso sí, han emprendido viajes al exterior con sus negocios que nos aportan riqueza, aunque no sé si demasiado empleo. Pero se ha echado en falta la aparición de nuevas compañías punteras y una renovación de nuestra economía que nos haga inmunes a esta globalización. Por supuesto, que hay numerosos casos aislados de empresas que lo han hecho bien y están a la vanguardia en el mundo. Pero hacen falta muchísimas más.

La España de los camareros y de los concesionarios oficiales de firmas extranjeras es nuestra realidad más abundante. Hay que producir más, aumentar el peso del sector secundario, formar mejor a la juventud y apostar económicamente por los negocios de mayor valor. A lo mejor esta suave desglobalización que viviremos nos ayudará.